Si los múltiples medios oficiales y oficiosos no se han
puesto de acuerdo para fabricar un horrible montaje, todos hemos visto y
escuchado a Francisco en Bolivia, este 9 de julio de 2015, diciendo que
"la Iglesia tiene que pedir humildemente perdón por los crímenes contra
los pueblos originarios durante la llamada Conquista de América".
No fue el único extravío grave de palabras y de gestos
que tuvo el Obispo de Roma en este viaje por América del Sur, pero sin
dudas es uno de los más escandalosos y ultrajantes.
Ofende a la Verdad Histórica, a la Madre España y, sobre
todo, a la Iglesia Católica, de la que se supone es su Pastor Universal. Son,
en síntesis, las de Francisco, palabras inadmisibles, cargadas de injusticias,
de calumnias, de vejámenes y de oprobio. Palabras mendaces que alimentarán todo
el inmenso aparato mundial del indigenismo marxista, y que se sumarán al
proceso de deshispanización y de desarraigo espiritual lanzado contra América
Hispana. El daño que ya están provocando es incalculable.
Son muchos los historiadores y pensadores de nota que
pueden desmentir fácilmente la temeraria afirmación de Francisco, pues la
misma no resiste la confrontación con las investigaciones solventes y eruditas.
Hasta nosotros mismos, movidos por el amor filial a la
España Eterna y a la Esposa de Cristo, nos hemos ocupado de este tema hace
ya muchos años y desde entonces lo venimos haciendo en la escasa medida de
nuestras fuerzas.
Por eso nos parece oportuno reflotar un viejo escrito, el
cual -aunque publicado hace ya largo tiempo y sin las muchas actualizaciones
que cabrían hacerle para mejorarlo- contiene una síntesis de criterios y
de datos que contradicen el sofisma de Francisco. Lo adjuntamos en el presente
mail.
El Papa debe pedir perdón. Sin duda. Pero no por los
supuestos crímenes contra los supuestos pueblos originarios, sino por haber
violado la Verdad para agradar al mundo. Debe pedir perdón a la Iglesia, a
la Hispanidad, al Occidente y a la Cátedra de la Cruz, profanada por la hoz y
el martillo, cuyo símbolo funestísimo le fue entregado por un patán roñoso, y
no tuvo el coraje de quebrar a golpes de báculo.
Recemos por él, como lo pide. Pero recemos asimismo por
las víctimas de su docencia errática, confusa, engañosa, sincretista y
heretizante. Esas víctimas somos todos nosotros. Nosotros, los fieles de a pie,
los bautizados, los simples feligreses y parroquianos. Los católicos,
apostólicos, romanos.
Antonio Caponnetto
Tres lugares comunes de las leyendas negras
Por Antonio Caponnetto
Introducción
La conmemoración del Quinto Centenario ha vuelto a reavivar,
como era previsible, el empecinado odio anticatólico y antihispanista de vieja
y conocida data. Y tanto odio alimenta la injuria, ciega a la justicia y
obnubila el orden de la razón, según bien lo explicara Santo Tomás en olvidada
enseñanza. De resultas, la verdad queda adulterada y oculta, y se expanden con
fuerza el resentimiento y la mentira. No es sólo, pues, una insuficiencia histórica
o científica la que explica la cantidad de imposturas lanzadas al ruedo. Es
un odium fidei alimentado en el rencor ideológico. Un desamor fatal
contra todo lo que lleve el signo de la Cruz y de la Espada.
Bastaría aceptar y comprender este oculto móvil para
desechar, sin más, las falacias que se propagan nuevamente, aquí y allá. Pero
un poder inmenso e interesado les ha dado difusión y cabida, y hoy se presentan
como argumentos serios de corte académico. No hay nada de eso. Y a poco que se
analizan los lugares comunes más repetidos contra la acción de España en
América, quedan a la vista su inconsistencia y su debilidad. Veámoslo
brevemente en las tres imputaciones infaltables enrostradas por las izquierdas.
El despojo de la tierra
Se dice en primer lugar, que España se apropió de las
tierras indígenas en un acto típico de rapacidad imperialista.
Llama la atención que, contraviniendo las tesis leninistas,
se haga surgir al Imperialismo a fines del siglo XV. Y sorprende asimismo el
celo manifestado en la defensa de la propiedad privada individual. Pero el
marxismo nos tiene acostumbrados a estas contradicciones y sobre todo, a su
apelación a la conciencia cristiana para obtener solidaridades. Porque, en
efecto, sin la apelación a la conciencia cristiana —que entiende la propiedad
privada como un derecho inherente de las criaturas, y sólo ante el cual el
presunto despojo sería reprobable— ¿a qué viene tanto afán privatista y
posesionista? No hay respuesta.
La verdad es que antes de la llegada de los españoles, los
indios concretos y singulares no eran dueños de ninguna tierra, sino empleados
gratuitos y castigados de un Estado idolatrado y de unos caciques despóticos
tenidos por divinidades supremas. Carentes de cualquier legislación que
regulase sus derechos laborales, el abuso y la explotación eran la norma, y el
saqueo y el despojo las prácticas habituales. Impuestos, cargas, retribuciones
forzadas, exacciones virulentas y pesados tributos, fueron moneda corriente en
las relaciones indígenas previas a la llegada de los españoles. El más fuerte
sometía al más débil y lo atenazaba con escarmientos y represalias. Ni los más
indigentes quedaban exceptuados, y solían llevar como estigmas de su triste
condición, mutilaciones evidentes y distintivos oprobiosos. Una
"justicia" claramente discriminatoria, distinguía entre pudientes y
esclavos en desmedro de los últimos y no son éstos, datos entresacados de las
crónicas hispanas, sino de las protestas del mismo Carlos Marx en sus estudios
sobre "Formaciones Económicas Precapitalistas y Acumulación Originaria del
Capital". Y de comentaristas insospechados de hispanofilia como Eric
Hobsbawn, Roberto Oliveros Maqueo o Pierre Chaunu.
La verdad es también, que los principales dueños de la
tierra que encontraron los españoles —mayas, incas y aztecas— lo eran a
expensas de otros dueños a quienes habían invadido y desplazado. Y que fue ésta
la razón por la que una parte considerable de tribus aborígenes —carios,
tlaxaltecas, cempoaltecas, zapotecas, otomíes, cañarís, huancas, etcétera— se
aliaron naturalmente con los conquistadores, procurando su protección y el
consecuente resarcimiento. Y la verdad, al fin, es que sólo a partir de la
Conquista, los indios conocieron el sentido personal de la propiedad privada y
la defensa jurídica de sus obligaciones y derechos.
Es España la que se plantea la cuestión de los justos
títulos, con autoexigencias tan sólidas que ponen en tela de juicio la misma
autoridad del Monarca y del Pontífice. Es España -con ese maestro admirable del
Derecho de Gentes que se llamó Francisco de Vitoria— la que funda la posesión
territorial en las más altos razones de bien común y de concordia social, la
que insiste una y otra vez en la protección que se le debe a los nativos en
tanto súbditos, la que garantiza y promueve un reparto equitativo de precios, la
que atiende sobre abusos y querellas, la que no dudó en sancionar duramente a
sus mismos funcionarios descarriados, y la que distinguió entre posesión como
hecho y propiedad como derecho, porque sabía que era cosa muy distinta fundar
una ciudad en el desierto y hacerla propia, que entrar a saco a un granero
particular.
Por eso, sólo hubo repartimientos en tierras despobladas y
encomiendas "en las heredades de los indios". Porque pese a tantas
fábulas indoctas, la encomienda fue la gran institución para la custodia de la
propiedad y de los derechos de los nativos. Bien lo ha demostrado hace ya
tiempo Silvio Zavala, en un estudio exhaustivo, que no encargó ninguna
"internacional reaccionaria", sino la Fundación
Judía Guggenheim, con sede en Nueva York. Y bien queda probado en
infinidad de documentos que sólo son desconocidos para los artífices de las
leyendas negras.
Por
la encomienda, el indio poseía tierras particulares y colectivas sin que
pudieran arrebatárselas impunemente. Por la encomienda organizaba su propio
gobierno local y regional, bajo un régimen de tributos que distinguía ingresos
y condiciones, y que no llegaban al Rey —que renunciaba a ellos— sino a los
Conquistadores. A quienes no les significó ningún enriquecimiento descontrolado
y si en cambio, bastantes dolores de cabeza, como surgen de los testimonios de
Antonio de Mendoza o de Cristóbal Alvarez de Carvajal y de innumerables jueces
de audiencias.
Como bien ha notado el mismo Ramón Carande en "Carlos V
y sus banqueros", eran tan férrea la protección a los indios y tan grande
la incertidumbre económica para los encomenderos, que América no fue una
colonia de repoblación para que todos vinieran a enriquecerse fácilmente. Pues
una empresa difícil y esforzada, con luces y sombras, con probos y pícaros,
pero con un testimonio que hasta hoy no han podido tumbar las monsergas
indigenistas: el de la gratitud de los naturales. Gratitud que quien tenga la
honestidad de constatar y de seguir en sus expresiones artísticas, religiosas y
culturales, no podrá dejar de reconocer objetivamente.
No es España la que despoja a los indios de sus
tierras. Es España la que les inculca el derecho de propiedad, la que les
restituye sus heredades asaltadas por los poderosos y sanguinarios estados
tribales, la que los guarda bajo una justicia humana y divina, la que los pone
en paridad de condiciones con sus propios hijos, e incluso en mejores
condiciones que muchos campesinos y proletarios europeos Y esto también ha sido
reconocido por historiógrafos no hispanistas.
Es España, en definitiva, la que rehabilita la
potestad India a sus dominios, y si se estudia el cómo y el cuándo esta
potestad se debilita y vulnera, no se encontrará detrás a la conquista ni a la
evangelización ni al descubrimiento, sino a las administraciones liberales y
masónicas que traicionaron el sentido misional de aquella gesta gloriosa. No se
encontrará a los Reyes Católicos, ni a Carlos V, ni a Felipe II. Ni a los
conquistadores, ni a los encomenderos, ni a los adelantados, ni a los frailes.
Sino a los enmandilados borbones iluministas y a sus epígonos, que vienen
desarraigando a América y reduciéndola a la colonia que no fue nunca en tiempos
del Imperio Hispánico.
La sed de Oro
Se dice, en segundo lugar, que la llegada y la presencia
hispánica no tuvo otro fin superior al fin económico; concretamente, al
propósito de quedarse con los metales preciosos americanos. Y aquí el marxismo
vuelve a brindarnos otra aporía. Porque sí nosotros plantamos la existencia de
móviles superiores, somos acusados de angelistas, pero si ellos ven sólo
ángeles caídos adoradores de Mammon se escandalizan con rubor de querubines. Si
la economía determina a la historia y la lucha de clases y de intereses es su
motor interno; si los hombres no son más que elaboraciones químicas
transmutadas, puestos para el disfrute terreno, sin premios ni castigos
ulteriores, ¿a qué viene esta nueva apelación a la filantropía y a la caridad
entre naciones.
Únicamente la conciencia cristiana puede reprobar
coherentemente -y reprueba- semejantes tropelías. Pero la queja no cabe en
nombre del materialismo dialéctico. La admitimos con fuerza mirando el
tiempo sub specie aeternitatis. Carece de sentido en el historicismo sub
lumine oppresiones. Es reproche y protesta si sabemos al hombre
"portador de valores eternos", como decía José Antonio, u homo
viator, como decían los Padres. Es fría e irreprochable lógica si no cesamos de
concebirlo como homo aeconomicus.
Pero aclaremos un poco mejor las cosas. Digamos ante todo que no hay razón para ocultar los
propósitos económicos de la conquista española. No sólo porque existieron sino
porque fueron lícitos. El fin de la ganancia en una empresa en la que se ha
invertido y arriesgado y trabajado incansablemente, no está reñido con la moral
cristiana ni con el orden natural de las operaciones. Lo malo es, justamente,
cuando apartadas del sentido cristiano, las personas y las naciones anteponen
las razones financieras a cualquier otra, las exacerban en desmedro de los
bienes honestos y proceden con métodos viles para obtener riquezas materiales.
Pero éstas son, nada menos, las enseñanzas y las
prevenciones continuas de la Iglesia Católica en España. Por eso se
repudiaban y se amonestaban las prácticas agiotistas y usureras, el préstamo a
interés, la "cría del dinero", las ganancias malhabidas. Por eso, se
instaba a compensaciones y reparaciones postreras —que tuvieron lugar en
infinidad de casos—; y por eso, sobre todo, se discriminaban las actividades
bursátiles y financieras como sospechosas de anticatolicismo.
No somos nosotros quienes lo notamos. Son los historiógrafos
materialistas quienes han lanzado esta formidable y certera
"acusación" ni España ni los países católicos fueron capaces de
fomentar el capitalismo por sus prejuicios antiprotestantes y antirabínicos. La
ética calvinista y judaica, en cambio, habría conducido como en tantas partes,
a la prosperidad y al desarrollo, si Austrias y Augsburgos hubiesen dejado de
lado sus hábitos medievales y ultramontanos. De lo que viene a resultar una
nueva contradicción. España sería muy mala porque llamándose católica buscaba
el oro y la plata. Pero sería después más mala por causa de su catolicismo que
la inhabilitó para volverse próspera y la condujo a una decadencia irremisible.
Tal es, en síntesis, lo que vino a decirnos Hamilton
—pese a sí mismo hacia 1926, con su tesis sobre "Tesoro Americano y el
florecimiento del Capitalismo". Y después de él, corroborándolo o
rectificándolo parcialmente, autores como Vilar, Simiand, Braudel, Nef,
Hobsbawn, Mouesnier o el citado Carande. El oro y la plata salidos de América
(nunca se dice que en pago a mercancías, productos y materiales que llegaban
de la Península) no sirvieron para enriquecer a España, sino para integrar
el circuito capitalista europeo, usufructuado principalmente por Gran Bretaña.
Los fabricantes de leyendas negras, que vuelven y revuelven
constantemente sobre la sed de oro como fin determinante de la Conquista,
deberían explicar, también, por qué España llega, permanece y se instala no
solo en zonas de explotación minera, sino en territorios inhóspitos y agrestes.
Porque no se abandonó rápidamente la empresa si recién en la segunda mitad del
siglo XVI se descubren las minas más ricas, como las de Potosí, Zacatecas o
Guanajuato. Por qué la condición de los indígenas americanos era notablemente
superior a la del proletariado europeo esclavizado por el capitalismo, como lo
han reconocido observadores nada hispanistas como Humboldt o Dobb, o Chaunu, o
el mercader inglés Nehry Hawks, condenado al destierro por la
Inquisición en 1751 y reacio por cierto a las loas españolistas. Por qué
pudo decir Bravo Duarte que toda América fue beneficiada por la Minería, y
no así la Corona Española. Por qué, en síntesis —y no vemos argumento
de mayor sentido común y por ende de mayor robustez metafísica—, si sólo
contaba el oro, no es únicamente un mercado negrero o una enorme plaza
financiera lo que ha quedado como testimonio de la acción de España en América,
sino un conglomerado de naciones ricas en Fe y en Espíritu.
El efecto contiene y muestra la causa: éste es el argumento
decisivo. Por eso, no escribimos estas líneas desde una Cartago sudamericana
amparada en Moloch y Baal, sino desde la Ciudad nombrada de la
Santísima Trinidad y Puerto de Santa María de los Buenos Aires, por las
voces egregias de sus héroes fundadores.
El genocidio indígena
Se dice, finalmente, en consonancia con lo anterior,
que la Conquista —caracterizada por el saqueo y el robo— produjo un
genocidio aborigen, condenable en nombre de las sempiternas leyes de la
humanidad que rigen los destinos de las naciones civilizadas.
Pero tales leyes, al parecer, no cuentan en dos casos a la
hora de evaluar los crímenes masivos cometidos por los indios dominantes sobre
los dominados, antes de la llegada de los españoles; ni a la hora de evaluar
las purgas stalinistas o las iniciativas malthussianas de las potencias
liberales. De ambos casos, el primero es realmente curioso. Porque es tan
inocultable la evidencia, que los mismos autores indigenistas no pueden
callarla. Sólo en un día del año 1487 se sacrificaron 2.000 jóvenes inaugurando
el gran templo azteca del que da cuenta el códice indio Telleriano-Remensis.
250.000 víctimas anuales es el número que trae para el siglo XV Jan Gehorsam en
su artículo "Hambre divina de los aztecas". Veinte mil, en sólo dos
años de construcción de la gran pirámide de Huitzilopochtli, apunta Von Hagen,
incontables los tragados por las llamadas guerras floridas y el canibalismo,
según cuenta Halcro Ferguson, y hasta el mismísimo Jacques Soustelle reconoce
que la hecatombe demográfica era tal que si no hubiesen llegado los españoles
el holocausto hubiese sido inevitable.
Pero, ¿qué dicen estos constatadores inevitables de
estadísticas mortuorias prehispánicas? Algo muy sencillo: se trataba de
espíritus trascendentes que cumplían así con sus liturgias y ritos arcaicos.
Son sacrificios de "una belleza bárbara" nos consolará Vaillant.
"No debemos tratar de explicar esta actitud en términos morales", nos
tranquiliza Von Hagen y el teólogo Enrique Dussel hará su lectura
liberacionista y cósmica para que todos nos aggiornemos. Está claro: si matan
los españoles son verdugos insaciables cebados en las Cruzadas y en la lucha
contra el moro, si matan los indios, son dulces y sencillas ovejas lascasianas
que expresaban la belleza bárbara de sus ritos telúricos. Si mata España es
genocidio; si matan los indios se llama "amenaza de desequilibrio demográfico".
La verdad es que España no planeó ni ejecutó ningún plan
genocida; el derrumbe de la población indígena —y que nadie niega— no está
ligado a los enfrentamientos bélicos con los conquistadores, sino a una
variedad de causas, entre las que sobresale la del contagio microbiano. La
verdad es que la acusación homicida como causal de despoblación, no resiste las
investigaciones serias de autores como Nicolás Sánchez Albornoz, José Luís
Moreno, Angel Rosemblat o Rolando Mellafé, que no pertenecen precisamente a
escuelas hispanófilas.
La verdad es que "los indios de América",
dice Pierre Chaunu, "no sucumbieron bajo los golpes de las espadas de
acero de Toledo, sino bajo el choque microbiano y viral", la verdad
—¡cuántas veces habrá que reiterarlo en estos tiempos!— es que se manejan
cifras con una ligereza frívola, sin los análisis cualitativos básicos, ni los
recaudos elementales de las disciplinas estadísticas ligadas a la historia.
La verdad incluso —para decirlo todo— es que hasta las
mitas, los repartimientos y las encomiendas, lejos de ser causa de
despoblación, son antídotos que se aplican para evitarla. Porque aquí no
estamos negando que la demografía indígena padeció circunstancialmente una
baja. Estamos negando, sí, y enfáticamente, que tal merma haya sido producida
por un plan genocida.
Es más si se compara con la América anglosajona,
donde los pocos indios que quedan no proceden de las zonas por ellos
colonizados -¿dónde están los indios de Nueva Inglaterra?- sino los habitantes
de los territorios comprados a España o usurpados a Méjico. Ni despojo de
territorios, ni sed de oro, ni matanzas en masa. Un encuentro providencial de
dos mundos, aunque no con simetría axiológica. Encuentro en el que, al margen
de todos los aspectos traumáticos que gusten recalcarse, uno de esos mundos, el
Viejo, gloriosamente encarnado por la Hispanidad, tuvo el enorme mérito de
traerle al otro nociones que no conocía sobre la dignidad de la criatura hecha
a imagen y semejanza del Creador. Esas nociones, patrimonio de la Cristiandad difundidas
por sabios eminentes, no fueron letra muerta ni objeto de violación constante. Fueron
el verdadero programa de vida, el genuino plan salvífico por el que la
Hispanidad luchó en tres siglos largos de descubrimiento, evangelización y
civilización abnegados.
Y si la espada, como quería Peguy, tuvo que ser muchas veces
la que midió con sangre el espacio sobre el cual el arado pudiese después abrir
el surco; y si la guerra justa tuvo que ser el preludio del canto de la paz, y
el paso implacable de los guerreros de Cristo el doloroso medio necesario para
esparcir el Agua del Bautismo, no se hacía otra cosa más que ratificar lo que
anunciaba el apóstol: sin efusión de sangre no hay redención ninguna.
La Hispanidad de Isabel y de Fernando, la del yugo y
las flechas prefiguradas desde entonces para ser emblema de Cruzada, no llegó a
estas tierras con el morbo del crimen y el sadismo del atropello. No se llegó
para hacer víctimas, sino para ofrecernos, en medio de las peores idolatrías,
a la Víctima Inmolada, que desde el trono de la Cruz reina sobre
los pueblos de este lado y del otro del océano temible.