“¡Con cuánta ingratitud es pagado mi amor por los
hombres! Sería menos ofendido por ellos si los hubiera amado menos. Mi Padre no
quiere soportarlos más. Yo quisiera dejar de amarlos pero… (y aquí Jesús guarda
silencio y suspira; y después continúa) pero, ¡ay de mí!, ¡mi corazón está
hecho para amar! Los hombres ruines y perezosos no hacen ningún esfuerzo por
vencer las tentaciones; o, lo que es más grave, se deleitan en sus iniquidades.
Las almas más predilectas para mí, puestas en la prueba, me fallan; los débiles
se dejan llevar por el desánimo y la desesperación; los fuertes se van
relajando poco a poco.
Me dejan en las iglesias solo de noche, solo de día. Ya
no se preocupan de este Sacramento del altar; no se habla nunca de este
Sacramento de amor, e incluso aquellos que hablan de esto, ¡ay de mí!, con qué
indiferencia, con qué frialdad lo hacen.
Mi Corazón es olvidado; nadie se preocupa ya de mi amor;
yo estoy siempre afligido. Mi casa se ha convertido para muchos en un lugar de
diversión; también para mis ministros, que yo siempre he mirado con
predilección, que he amado como la pupila de mis ojos; ellos deberían ayudarme
en la redención de las almas. En cambio, ¿quién lo creería?, de ellos debo
recibir ingratitudes y olvidos. Veo, hijo mío, a muchos de estos que… (aquí se
calló, los sollozos le cortaron la voz, lloró en secreto) que, bajo hipócritas
apariencias, me traicionan con comuniones sacrílegas, despreciando las luces y
las fuerzas que continuamente les regalo... Hijo mío, tengo necesidad de víctimas
para calmar la ira justa y divina de mi Padre; renuévame la ofrenda de todo tu
ser, y hazlo sin reservarte nada”
Nuestro Señor al Santo Padre Pío
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