El papa Francisco se sentó junto a 30 recolectores de basura y jardineros del Vaticano, durante la celebración de una misa en la Casa de Santa Marta |
Más de una vez hemos distinguido con García Morente, entre el
estilo y las maneras. Propio del caballero, aquél; impropias del
mismo éstas últimas. Aplicando a lo que ahora incumbe, no debe confundirse la
virtud de la humildad con su parodia, ni el estilo genuinamente humilde —que
brota del señorío interior— con las maneras sobreactuadas de la modestia. Una
cosa es la posesión de un estilo y otra distinta el amaneramiento. En nada se
analogan el abajamiento ascético y el plebeyismo gestual. Y si es cierto que la
captación del primero supone un espíritu entrenado, mientras el segundo es fácilmente
captable por las masas, mal camino elegimos si en vez de propender la elevación
y el afinamiento de las almas hacemos ademanes gratos a las tribunas
aplaudidoras. Sobre todo, si entre esas tribunas se haya la prensa
internacional, culpable en grado sumo de las agresiones más viles contra la Iglesia.
Lo primero que debería hacer un hombre auténticamente
humilde es impedir que el mundo entero cantara loas a su humildad. O por lo
menos, protestar que tales encomios violentan su carácter. Si como bien enseña
Santo Tomás (Sum. Th., II.IIae, q. 113), no se debe cometer un pecado para
evitar otro, en mucho ha de cuidarse el que no quiera incurrir en soberbia, de
faltar a la caridad hacia el prójimo, obrando por contraste, de modo tal, que
dicho prójimo pudiera ser tildado de presuntuoso. Calzar por humildad zapatos
ordinarios de calle, cuando hasta ayer se usaron otros en consonancia con los
colores litúrgicos y la dignidad del Divino Peregrino a quien esos pies
representan en la tierra, es ofender, o al menos poner en duda, precisamente
por contraste, la humildad de quien hasta hace instantes calzó de ese modo. Es
inexplicable —por no cargar los adjetivos— que a la par que se alaba a
Benedicto XVI públicamente, no se quiera columbrar el destrato que se le
inflige con estas promovidas comparaciones patéticas.
Ejemplo nimio, se dirá; pero se potencia hasta el extremo
cuando se dice —como lo ha hecho Francisco el sábado 16 de marzo— que él bien “quisiera
ver una Iglesia pobre y para los pobres”,como si hasta hoy ambos bienes le
hubieran resultado ajenos u hostiles a la Esposa del Redentor. Como si no hubiera existido,
por caso, un San Pío X, venerado por el pueblo llano, sin necesidad de bajarse
de su trono. Extraña humildad la de tenerse por axis mundi de una
iglesia que recién con uno mismo tomaría conciencia del bien de la pobreza; y
extraña paradoja la de optar por los pobres pero contar con las fervorosas
adhesiones de masones y judíos, que amén de lo más grave —su condición de
cristofóbicos— son los titulares de la usura internacional. Incluyendo al gran
Rabino de Roma, a quien invocando el Concilio Vaticano II, invitó expresamente
a “la misa solemne de inauguración de mi Pontificado”, pero no a
donar sus finanzas para los más necesitados.
Tampoco debe confundirse el siempre necesario homenaje a la
investidura, y en este caso, nada menos, que a la del Vicario de Cristo, con la
superflua pleitesía a la persona o al funcionario. Bien estará que eliminemos
todo signo exterior de servilismo a la persona, aún el que pueda tener cierto
arraigo o acostumbramiento por el mero paso de los años. Pero no estará bien
suprimir el ceremonial tradicional y digno, con sus signos, sus gestos, sus
pasos demarcados y significativos, porque dicha supresión no comporta
incremento de la humildad sino abolición de los ritos y de los símbolos. La Iglesia no es la limusina
ni los uniformes de los guardias suizos. Pero bien ha explicado Guardini la
pervivencia del espíritu eclesial en los signos sagrados. Si en nombre de la
austeridad quedasen abolidas o relegadas todas aquellas hierofanías que
comporta el canto, la museta, la estola o la bendición melismática, el Papado
no habrá ganado en pobreza evangélica. Se habrá vaciado de mytos, como
diría el fraile Diego de Jesús. Se habrá inmanentizado y rebajado, para hablar
sin metáforas.
Mucho nos tememos, por lo que ya llevamos visto, que el Papa
Francisco esté en tamaño terreno tan completamente desprovisto de un recto
criterio, como transido de malos hábitos porteños, fanatismos futboleros
incluidos. El franciscanismo del Poverello de Asís es garantía de
santidad probada; el de Paolo Farinella, con su novela Habemus Papam,
apenas si conduce a la risotada zafia. Pero hay un franciscanismo aún peor que
registra con llanto la historia de la Iglesia. Es aquel que bajo cierta influencia
gnóstica de Joaquín del Fiore produjo reformas eclesiales que adulteraron la
mismísima doctrina católica, incurriendo, entre otras, en la amenaza del
utopismo, la herejía perenne, según recordada definición de Molnar. Capítulo
extraño éste del descalzismo o de la descalcez extraviada
en la vida de la Iglesia ,
que ha sido estudiado,entre otros, por Fidel de Lejarza, José Antonio Maravall
o Georges Baudot. Por eso, bien recuerda el fraile Miguel Padilla que la
pobreza de San Francisco es de índole teologal, no sociológica; y que
expresamente dispensaba de la pobreza lo tocante a la Sagrada Liturgia
y a la Santa Misa. “Los
Vasos Sagrados, los Ornamentos y los Libros donde están las Palabras de Jesús
deben ser esmeradamente cuidados”.
Hagamos votos para que el franciscanismo del Papa Francisco,
en las antípodas de toda corriente desviada, signifique el retorno a aquella
desnudez que alegorizara Juan Ramón Jiménez:“desnudez malva de estrellas
mojadas”, como “la túnica de una inocencia antigua”. Hagamos
votos porque este franciscanismo restaure a la Nave , defenestrando de su seno a sodomitas y a
fenicios, a los adúlteros espirituales y carnales, a todos cuanto el de Asís
les enrostraba, “¡El Amor no es amado!”, porque se amaban ellos,
henchidos de fariseísmo y de poderes carnales.
Que lo cuide Dios al Papa Francisco de no confundir el
camino. Porque hay confusión cuando se hace bendecir por el pueblo; hay
confusión al pedir “una gran fraternidad” omitiendo al Padre en que
tal comunión fraterna se vuelve legítima; también la hay si hace prevalecer los
supuestos derechos de las conciencias no creyentes al deber pontificio de
bendecir cruz en ristre, como si esa cruz, trazada siquiera en el aire por la
mano consagrada, pudiera ofender a los incrédulos.Confunde asimismo el proponer
como modelo sacerdotal la figura inequívocamente progresista del padre Gonzalo
Aemilius, como sucedió el domingo 16 de marzo. No; no son señales que
puedan suscitar una especial tranquilidad.
Hay también otra confusión, que de extenderse fuera del
campo acotado en que se manifestó, puede acarrear acciones gravemente
desacertadas. Querer viajar a la Ciudad Eterna para postrarse ante el Vicario de
Cristo, no es un dolo que deba reprimirse, dando el monto del pasaje a los
pobres, sino una virtud llamada magnificencia: ponerse en gastos y
esfuerzos, precisamente por aquello que es santo, sacro o heroico. Algo nos
quiso decir el Señor al respecto, cuando no avaló al Iscariote que le pedía a
María trocar el rico perfume con que adoraba al Divino Hijo, por su equivalente
en metálico para ayudar a los necesitados (San Juan, 12, 1-11).
Tampoco nos tranquiliza el cuasi unánime aplauso del mundo
que, arrobado por su campechanía, ha dejado de tenerlo como piedra de
escándalo y signo de contradicción. ¡Es uno más del mundo, como ellos
y como todos!, festejan los multimedias. Pero el mundo no necesita que la Silla de Pedro esté ocupada
por un austero fatigador de los transportes públicos, sino por un alter
Christusvigoroso que, báculo en mano, entre en franca y aguerrida confrontación
con él, amonestándolo y enmendándolo. Precisamente ésto enseñaba San Francisco,
que la pobreza es el muro que nos separa del espíritu del mundo.
Cuidado —suplicamos contritos— con equivocar el camino. Pues
haber recomendado la lectura del Cardenal Kasper —llamándolo “un teólogo
in gamba”— en el Primer Angelus del V Domingo de Cuaresma, tampoco nos
ayudará a recuperar la iglesia de los pobres. La evidencia se impone. Kasper
—junto con el entonces Cardenal Bergoglio— es uno de los que en julio de 2004,
en el lujoso hotel cinco estrellas Intercontinental de Buenos Aires, organizaron
el Foro Judeo Católico, auspiciado por importantes organismos hebreos de la
plutocracia americana y europea. En aquella ocasión, el ahora recomendado autor
propuso lisa y llanamente la amalgama de las religiones judía y católica,
porque “ambas son mesiánicas y el mesianismo tiene que ver con la
esperanza”.
Extracto del artículo “Recen por mí. A propósito del nuevo
Pontificado”, por Antonio Caponnetto
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