POR JUAN MANUEL DE PRADA
Durante los últimos días, hemos escuchado calificar a los
periodistas vilmente asesinados del pasquín Charlie Hebdo de «mártires de la
libertad de expresión». También hemos asistido a un movimiento de solidaridad
póstuma con los asesinados, mediante proclamas inasumibles del estilo: «Yo soy
Charlie Hebdo». Y, llegados a la culminación del dislate, hemos escuchado
defender un sedicente «derecho a la blasfemia», incluso en medios católicos.
Sirva este artículo para dar voz a quienes no se identifican con este cúmulo de
paparruchas hijas de la debilidad mental.
Allá por septiembre de 2006, Benedicto XVI pronunció un
grandioso discurso en Ratisbona que provocó la cólera de los mahometanos
fanáticos y la censura alevosa y cobarde de la mayoría de mandatarios y medios
de comunicación occidentales. Aquel espectáculo de vileza infinita era
fácilmente explicable: pues en su discurso, Benedicto XVI, además de condenar
las formas de fe patológica que tratan de imponerse con la violencia, condenaba
también el laicismo, esa expresión demente de la razón que pretende confinar la
fe en lo subjetivo, convirtiendo el ámbito público en un zoco donde la fe puede
ser ultrajada y escarnecida hasta el paroxismo, como expresión de la sacrosanta
libertad de expresión. Esa razón demente es la que ha empujado a la
civilización occidental a la decadencia y promovido los antivalores más
pestilentes, desde el multiculturalismo a la pansexualidad, pasando por
supuesto por la aberración sacrílega; esa razón demente es la que vindica el
pasquín Charlie Hebdo, que además de publicar sátiras provocadoras y
gratuitamente ofensivas contra los musulmanes ha publicado en reiteradas
ocasiones caricaturas aberrantes que blasfeman contra Dios, empezando por una
portada que mostraba a las tres personas de la Santísima Trinidad sodomizándose
entre sí. Escribía Will Durant que una civilización no es conquistada desde
fuera hasta que no se ha destruido a sí misma desde dentro; y la basura
sacrílega o gratuitamente ofensiva que publicaba el pasquín Charlie Hebdo, como
los antivalores pestilentes que defiende, son la mejor expresión de esa deriva
autodestructiva.
Debemos condenar este vil asesinato; debemos rezar por la
salvación del alma de esos periodistas que en vida contribuyeron a envilecer el
alma de sus compatriotas; debemos exigir que las alimañas que los asesinaron
sean castigadas como merecen; debemos exigir que la patología religiosa que
inspira a esas alimañas sea erradicada de Europa. Pero, a la vez, debemos
recordar que las religiones fundan las civilizaciones, que a su vez mueren
cuando apostatan de la religión que las fundó; y también que el laicismo es un
delirio de la razón que sólo logrará que el islamismo erija su culto impío
sobre los escombros de la civilización cristiana. Ocurrió en el norte de África
en el siglo VII; y ocurrirá en Europa en el siglo XXI, a poco que sigamos
defendiendo las aberraciones de las que alardea el pasquín Charlie Hebdo.
Ninguna persona que conserve una brizna de sentido común, así como un mínimo
temor de Dios, puede mostrarse solidaria con tales aberraciones, que nos han
conducido al abismo.
Y no olvidemos que el Gobierno francés –como tantos otros
gobiernos occidentales–, que amparaba la publicación de tales aberraciones, es
el mismo que ha financiado en diversos países (y en especial en Libia) a los
islamistas que han masacrado a miles de cristianos, mucho menos llorados que
los periodistas del pasquín Charlie Hebdo. Puede parecer ilógico, pero es
irreprochablemente lógico: es la lógica del mal en la que Occidente se ha
instalado, mientras espera la llegada de los bárbaros.
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