Estos meses últimos del año de gracia de 2006, el presente número de "Tradición Católica" estará en sus manos en plena época navideña, nos empujan, o casi nos obligan, a dedicar este editorial a ese gran acontecimiento de nuestra historia patria, hace ahora sesenta años, dramático y glorioso a la vez, que fue la contienda bélica de 1936-1939, nuestra Cruzada, así, sin complejos tontos ni miedos absurdos. Cuando en España estamos sufriendo un ataque frontal a todo aquello que representó de grandeza y valor inigualable para defender la esencia misma de nuestra Patria, un ataque frontal a las causas mismas de aquel Alzamiento que no fueron otras que la necesidad de acabar con un estado de anarquía y disolución de la convivencia nacional, un ataque frontal a esa verdad histórica, imborrable e innegable, que hace referencia con necesidad absoluta a la gran persecución religiosa que llevó a cabo, con odio difícil de expresar en todas sus dimensiones, la República masónica y marxista, implantada en España en 1931, tras unas elecciones municipales manipuladas vergonzosa y cínicamente. Este editorial, esta reflexión, lo dividimos en tres puntos o tres partes para su mejor consideración. Vamos a verlos.
En primer lugar no podemos olvidar, ni un minuto podemos hacerlo, que esta gran Cruzada supuso, y sigue suponiendo en los momentos actuales, un diluvio de gracias sobrenaturales que constituyen, y debemos saberlo, nuestra fuerza inamovible y prenda de nuestra victoria en el combate que libramos contra los enemigos de España y de nuestra Santa Religión que pretenden conducirnos al caos. Gracias de tantos y tantos holocaustos martiriales que empaparon con su sangre nuestra tierras y nuestra historia, nuestra paz gozada durante cuatro décadas y nuestro combate en el presente que tortura nuestras almas y nuestra mentes. Nombres que nos hacen temblar de gratitud y de emoción como Antonio Molle Lazo, Víctor Pradera, Ramiro de Maeztu, Luis Moscardó, Monseñor Irurita, Monseñor Basulto, los cinco caídos de la cárcel modelo de Alicante que fueron fusilados en la mañana del 20 de noviembre de 1936, y tantos, tantos, tantos. Héroes y mártires que dieron su vida por el honor de Nuestro Señor y por una Patria unida y libre al amparo del estandarte de Cristo. Mucho tiempo se ha tardado en llevar a la gloria de los altares a muchos de estos hombres y mujeres que murieron por Dios y por España y cuando se les ha llevado, en el momento en que ciertas altas esferas civiles y eclesiásticas lo consideraron políticamente oportuno, la mayoría de estas canonizaciones y beatificaciones no han supuesto para los católicos españoles un grito de alerta para reavivar los espíritus en la gravísima hora presente, ni una sabia lección para no caer en los errores, trágicos, del pasado. Y sin embargo, a pesar de todo, nada ni nadie podrá hacer desaparecer a esta legión de mártires y de intercesores que con sus gracias benéficas nos asegurarán la victoria, una nueva victoria, cuando el Cielo así lo disponga, sobre los eternos enemigos de Dios y de España.
En segundo lugar hay que referirse forzosamente a la Carta colectiva del Episcopado español publicada el 1 de julio de 1937 con el fin de dar a conocer, especialmente a los católicos de todo el mundo, la realidad de nuestra Cruzada y las causas que la originaron. A través de sus páginas se explica con claridad meridiana cómo la República marxista, implantada en 1931, llevó a cabo desde sus inicios una labor de destrucción y aniquilamiento de todo lo católico y de todo lo genuinamente patrio enraizado, porque así nos lo declara la historia, en los valores religiosos más auténticos. La carta hace ver igualmente en toda su espantosa verdad la persecución religiosa que desde el primer estallido de la guerra se desencadenó contra la Iglesia Católica con una furia tal que nos retrocede al terror de las persecuciones de los emperadores romanos. Una República marxista que en educación, justicia social, cultura, relaciones internacionales, trabajo y relaciones laborales, creó un clima de desastre total que condujo a la Nación Española a uno de sus peores momentos históricos. Estas fueron las verdaderas causas de la Guerra de 1936, que la carta colectiva del Episcopado pone de relieve, sin olvidar esa conjunción de comunismo y masonería que constituyó el nudo central de este cataclismo.
En tercer lugar podemos contemplar cómo a los setenta años de iniciarse esta contienda la triste experiencia del olvido nos hace a muchos, sin exageración alguna, llorar de amargura. Los pueblos que olvidan su historia se ven condenados a revivir los mismos errores y desgracias del pasado y hoy por hoy muchos de nuestros compatriotas buenos, gente buena, pero sin aceite suficiente en sus lámparas por si la espera se hace más larga de lo previsto, han caído en la modorra y en la rutina, en la tibieza y en el olvido. Los enemigos de España y de la civilización cristiana están alerta y tristemente, desconsoladamente, de nuevo han vuelto a implantar en medio de nuestros campos y de nuestros hombres, de nuestra ciudades y de nuestra familias, la cizaña del odio y de la división, la sed de venganza y el afán de desquite.
Por eso, en este aniversario de tan gloriosa Cruzada, alcemos nuestra manos hacia lo alto para implorar del Cielo que nos sacuda de nuestra torpe somnolencia y enardecidos nuestros espíritus sepamos estar a la altura de la gravedad del momento presente, sabiendo que el hombre enemigo está en todo momento preparado para sembrar en los campos de trigo la mala cizaña, esos campos de trigo que costaron riadas de sangre ofrecida por lo más noble de nuestra Patria y que no podemos malograr con nuestro olvido que será traición y detestable abandono.
"Tradición Católica" Nº 208, noviembre-diciembre de 2006
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