EXCOMUNIÓN "“latæ sententiæ y ferendæ sententiæ”
La pena puede ser latæ sententiæ o ferendæ sententiæ. Son dos categorías muy generales del derecho penal de la Iglesia, que se aplican también en caso de excomunión. Una pena canónica se dice “latæ sententiæ” cuando “se incurre en esta pena por el hecho mismo de haber cometido un delito”. Lo que significa que la pena es inherente – por así decir – al hecho delictivo, sin que se deba esperar a que un juez o un superior la imponga por sentencia o decreto. Es por ello que se acostumbra decir que la excomunión “latæ sententiæ” se aplica automáticamente. La aplicación de la pena tiene por lo tanto un valor solamente declarativo, porque el decreto o la sentencia que la contienen se limitan a declarar su existencia. Tan cierto es esto, que los efectos jurídicos de esta declaración se producen ex tunc, es decir, a partir del momento en que el hecho delictivo fue cometido (C. I. c. de 1917, can. 2232 2), y no a partir de la sentencia o decreto.
La pena ferendæ sententiæ es, por el contrario, la que “debe ser impuesta por el juez o el superior”. Y esto ocurre normalmente después de un juicio. En este caso, la sentencia o el decreto son constitutivos de la pena: no se limitan a declarar la existencia de una pena que ya es inherente a un cierto comportamiento, sino que se da existencia a esa pena, la constituyen al final de un juicio que podría, de hecho, concluir también con una absolución. Por lo tanto, los efectos jurídicos de la pena ferendæ sententiæ se producen ex nunc, es decir, a partir del momento de la sentencia o del decreto, y no desde la comisión del hecho culpable imputado. No hay ninguna retroactividad. Contrariamente al caso de la pena latæ sententiæ, en la ferendæ sententiæ no puede haber pena sin juicio y sin la sentencia o el decreto consiguientes. La diferencia no es sutil. Y tan cierto es, que el Código Pío-Benedictino especifica que “la pena debe siempre entenderse ferendæ sententiæ” a menos que se afirme expresamente que ella debe entenderse latæ sententiæ, o también ipso facto o ipso iure u otras expresiones similares o equivalentes.
IMPUTABILIDAD Y PENAS “latæ sententiæ”
Todo derecho penal evolucionado toma en consideración el elemento subjetivo del culpable y, de hecho, una condición determinante de la imputabilidad del sujeto agente. Para que este último pueda ser considerado punible, no basta que haya cometido el acto criminal, sino que es necesario que le sea imputable, es decir, que el acto ejecutado contra la ley pueda serle atribuido como acto de un sujeto capaz de comprender y querer, y por ende, sostenido por una voluntad orientada libremente hacia un fin determinado. Para que haya plena imputabilidad penal es necesario que el sujeto haya obrado con “animus lædendi”, o también, como decían los juristas romanos, dolo malo. El canon 1231 §2, precisa, en efecto: “Está obligado a la pena establecida por ley o precepto aquel que deliberadamente ha violado esa ley o precepto...” Una forma atenuada de imputabilidad es, en cambio, la que concierne no al dolo sino a la culpa, entendida no en sentido moral sino técnico-jurídico, como disposición del sujeto (llamada “imprudencia”) que no muestra animus lædendi pero sí una simple “omisión de la diligencia debida” (canon 1321 y 1322 del C. d. C. de 1983). En el caso de violación “culpable” de normas, el carácter punible puede faltar (can. cit.). En el Derecho de la Santa Iglesia, el elemento subjetivo (la voluntad, la intención del sujeto agente) ha gozado siempre de una peculiar importancia en el derecho de la Santa Iglesia. Esto depende del carácter propio de la concepción religiosa y moral que la Iglesia ha realizado, defendido y desarrollado por medio de su sistema jurídico. Para que el sujeto sea punible debe, por consiguiente, ser responsable. El canon 1321 §1 determina: “Nadie es castigado, a menos que la violación externa de una ley o precepto, por él cometida, le sea gravemente imputable por dolo o por culpa”. La plena imputabilidad del delito [y por tanto, de la imponibilidad de la pena] vale, pues, para el que ha violado la ley deliberadamente con plena consciencia e intención. Por este motivo, el C. I. C. exige que, en el caso de penas latæ sententiæ, tratándose de penas que – como hemos visto – se aplican sin juicio, haya siempre: 1) dolo, y 2) plena imputabilidad. La primera condición es requerida por el canon 1318 del C. D. C. de 1983, el cual determina: “El legislador no conminará con penas latae sententiae, salvo eventualmente para algunos delitos dolosos especiales que, o bien puedan causar un escándalo más grave, o bien no puedan castigarse eficazmente con penas ferendae sententiae; en cambio, no establecerá censuras, especialmente la excomunión, si no es con máxima moderación y sólo para los delitos más graves”. La invitación del Código a la prudencia y a la circunspección en tan delicada materia, se concreta en el enunciado de tres condiciones necesarias para la imputación [aplicación] de penas latæ sententiæ: a) el delito debe ser doloso, es decir, que debe haber en él claramente el dolo de parte de su autor: los delitos culposo son, en consecuencia, excluidos a priori de ese tipo de pena; b) el delito debe ser tal que provoque grave escándalo entre los fieles; c) el delito no debe ser punible mediante penas ferendæ sententiæ. En el marco de nuestra exposición, lo que nos interesa es que el C. I. C. hay querido poner el acento sobre la presencia del dolo como condición requerida ineludible para la imputación de una pena latæ sententiæ. Pero se puede demostrar el dolo solamente si el sujeto es plenamente imputable, porque es únicamente a un sujeto plenamente imputable que se le puede atribuir la falta moral de haber querido violar deliberadamente la ley. Entonces, si la plena imputabilidad no aparece, la pena latæ sententiæ – incluida la excomunión – no puede ser aplicada. La necesidad de la plena imputabilidad del culpable vale naturalmente para todo tipo de delito doloso, y se puede considerar como un verdadero principio general de toda organización penal evolucionada. Es tanto más válido para las penas latæ sententiæ, dado su carácter excepcional. Y, en efecto, el canon 1324, que establece diez casos de circunstancias atenuantes de la imputabilidad, precisa en el punto 3 que en todos esos casos “el culpable no está sometido a la pena latæ sententiæ”.
LAS CIRCUSTANCIAS ATENUANTES Y EXCEPTUANTES
Las circunstancias atenuantes no eliminan la imputabilidad pero la reducen, impidiendo que pueda ser considerada como plena. A consecuencia de lo cual se tiene una mitigación de la pena ya establecida o su substitución por otras sanciones, por ejemplo penitencias (que no son técnicamente penas, pero las substituyen o las aumentan: cánones 1312 y 1313). El canon 1324 §1 determina: “El infractor no queda eximido de la pena, pero se debe atenuar la pena establecida en la ley o en el precepto, o en su lugar emplear una penitencia, cuando el delito ha sido cometido: 1.° por quien tenía solamente uso imperfecto de razón...”[sigue la lista de las otras nueve circunstancias atenuantes]. Entre esas circunstancias, nos interesan particularmente dos: la nº 5 y la nº 8. En la primera se considera el caso de alguien que fue obligado “por miedo grave, aunque lo fuera sólo relativamente, o por necesidad o por evitar un grave perjuicio, si el delito es intrínsecamente malo o redunda en daño de las almas”. ¿Cuál es el sentido de esta norma? Que aquel que cometió una “acción intrínsecamente mala” o que “redunda en daño de las almas”, no de manera deliberada sino únicamente obligado, o por un grave temor o por una dificultad grave, tiene el derecho que esas circunstancias, atenuantes de su responsabilidad, sean tomadas en consideración. Y esto conduce a que la pena no pueda ser prescrita en su plenitud o, directamente, que sea reemplazada por otro tipo de sanción, como por ejemplo la penitencia. Pero ¿por qué las circunstancias atenuantes del nº 5 del canon cuya cuestión examinamos no hacen desaparecer totalmente la responsabilidad? Porque la acción a la cual uno se sintió coaccionado era “intrínsecamente mala” o bien era “perjudicial para las almas”. Dada esta naturaleza del acto, es necesario que se mantenga una forma de sanción en vista al bien común. Sin embargo, entre las penas que no pueden ser mantenidas, está la excomunión. En el nº 8 del canon sobre las circunstancias atenuantes, se considera en cambio el caso del que “por error, pero por su culpa, juzgó que existía alguna de las circunstancias de las que se trata en el can. 1323, nn. 4 ó 5”. Este último canon establece las siete circunstancias que, dispensando al agente de toda imputabilidad, hacen imposible la aplicación de la pena. Las circunstancias dispensantes mencionadas son aquellas en las cuales se ha violado la ley por temor grave, incluso relativo, necesidad o grave obstáculo “mientras que el acto ejecutado no sea intrínsecamente malo o perjudicial para las almas”, o hubiera sido realizado en estado de legítima defensa. Por lo tanto, en lo que concierne al estado de necesidad (categoría cuya análisis más nos interesa), cuando la violación de la norma sobreviene del hecho de una acción intrínsecamente mala o perjudicial para la salvación de las almas, se tiene una circunstancia sólo atenuante, sin embargo suficiente para excluir la aplicación de la excomunión, que debe ser reemplazada por otra pena o por una penitencia. Si en cambio, la violación ocurrió por un acto no intrínsecamente malo ni dañoso para las almas, entonces directamente la imputabilidad no subsiste y no se puede infligir pena ni otra forma de sanción. No obstante, si el sujeto – por error culpable (per errorem, ex sua tamen culpa) – ha estimado encontrarse en las condiciones contempladas en los nº 4 y 5 del canon 1323 citado, es decir, estar obligado a obrar en estado de necesidad (o por temor u obstáculo grave, o legítima defensa), sin que su acto haya constituido algo malo en sí o dañoso para la salvación de las almas, entonces en ese caso se tiene derecho a las circunstancias atenuantes. Lo que significa que, incluso en los casos en que se merece la excomunión, ésta no puede ser declarada porque debe ser reemplazada por otra pena o por una penitencia. Acto seguido hay que recordar que cuando el error de evaluación del que acabamos de hablar tiene lugar sin culpa por parte del sujeto agente, entonces, en lugar de circunstancias atenuantes, el sujeto referido tiene derecho a las circunstancias exceptuantes (canon 1323 nº 7).
ESTADO DE NECASIDAD: SENTIDO OBJETIVO Y SUBJETIVO
De todo cuanto hemos visto resulta indudable que para el C. d. C. en vigor, las circunstancias atenuantes y eximentes tienen un valor no sólo objetivo sino también subjetivo. ¿Qué significa esto? Que se les debe hacer valer aún cuando la situación de fuerza mayor (estado de necesidad, temor grave, etc...) exista únicamente en el espíritu del sujeto agente; aunque sea el fruto de un error de evaluación de su parte – error que puede ser aún por su falta –, es decir, debido a una ignorancia culpable que impulsa al sujeto a un “juicio falso con relación a un motivo”. Retomemos el texto del profesor Kaschewski: “Aún cuando se quiera poner en duda la situación de peligro [«estado de necesidad»] tal como se describe [su definición jurídica y el análisis de la espantosa situación de la Iglesia actual (n.d.l.r.)] conviene comprobar lo siguiente: «Nadie puede negar que un obispo que, en las circunstancias señaladas más arriba, consagra a otro, esté al menos subjetivamente convencido de que se trata de un estado de necesidad ruinoso para las almas. De ello se desprende que no se puede hablar de una violación premeditada de la ley. En efecto, el que contrariando la ley cree, aún con error, en el bien en que se funda su acción, no obra de forma premeditada contra la ley [el nuevo C. D. C. es muy claro sobre este punto, como se ha visto]. Además, el que quiera suponer que el estado de necesidad no existe más que en el capricho y en la imaginación del obispo consagrante, ¡difícilmente pueda objetarle que esa concepción, supuestamente errónea, sea punible!. Pero aún si alguien quisiera decirle que él había interpretado en realidad inexactamente el estado de necesidad, de una forma punible, se concluiría que: 1) la excomunión no podría ser impuesta como prevista en el canon 1382 [para la consagración sin mandato (n.d.l.r.)]; 2) una pena eventualmente infligida por un juez debería en todo caso ser más clemente que la prevista por la ley, de manera que tampoco aquí es admisible la excomunión”. Así que ¿cómo se puede negar que en el caso de consagraciones impuestas por la necesidad, “un obispo esté convencido, al menos subjetivamente, de que se trata de un estado de necesidad ruinoso para las almas”?. El nuevo C. D. C. protege esta convicción a tal punto que establece una verdadera presunción de buena fe, dado que la protege aún cuando sea errónea, es decir, también cuando fuera consecuencia de un error de evaluación atribuible al sujeto agente y no a las circunstancias. Es evidente que las normas en vigencia hacen prácticamente imposible la aplicación de la excomunión “latæ sententiæ” a la consagración sin mandato, y que, por lo tanto, una excomunión declarada con menosprecio de esas normas (cánones 1323 y 1324) debe ser considerada totalmente inválida, y, en consecuencia, con la nulidad intrínseca de todos los efectos que el Derecho canónico les atribuye. ¿Cómo la santa Sede pudo cometer un error de este género en el caso de Monseñor Lefebvre? ¿Hizo tal vez, violando el principio de internis non iudicat Ecclesiæ, un proceso de intenciones a Monseñor Lefebvre, que sólo Dios puede hacer? En realidad, en el famoso Comunicado aparecido en L’Osservatore Romano del 30.6.1988 – 1.7.1988, “con relación a los rumores que circulan en los ambientes de Monseñor Lefebvre, referidos a la excomunión latæ sententiæ prevista en el canon 1382”, o sea, en relación a la opinión – muy arraigada en ese medio – de que una excomunión debería ser considerada totalmente inválida, parece que hubiera, en ese comunicado anónimo, tal proceso de intención, porque en él se acusa a Monseñor Lefebvre, y no de manera velada, de mala fe. Allí se dice, en efecto, que en la circunstancia “no se puede aplicar el canon 1323” que considera, como se sabe, el estado de “necesidad” como condición eximente de imputabilidad de cisma, por la simple razón de que “también la pretendida «necesidad» ha sido creada adrede por Monseñor Lefebvre para conservar una actitud de división en la iglesia católica”. ¿Se puede ser más claro? Y ése que “crea adrede” una situación de estado de necesidad para mantenerse en una “actitud de división para con la Iglesia católica”, ¿cómo hay que decir que ha obrado: de buena o mala fe? Es como si se dijera: ¡Monseñor Lefebvre = nuevo Focio! ¡La mala fe supuesta de Monseñor Lefebvre, impidiendo la aplicación del canon 1323, justificaría por consiguiente la excomunión. Seguidamente hay que notar que el Comunicado en cuestión no menciona para nada el canon 1324, que establece las famosas circunstancias atenuantes aún en presencia de error imputable al sujeto agente. Lo que hemos llamado importancia subjetiva del estado de necesidad, concebido por el nuevo C. D. C. para excluir todo proceso de intenciones, se pasa aquí completamente en silencio. Ciertamente, no podemos creer que las autoridades vaticanas no conozcan el Derecho Canónico. El silencio sobre el canon 1324 tiene, según nosotros, una razón determinada. En efecto, ¿cómo se puede demostrar la mala fe supuesta de un obispo que creería por error encontrarse en estado de necesidad y obrara en consecuencia? Es una demostración – lo repetimos – que puede resultar únicamente de un proceso de intenciones. Y sin embargo, la alusión a la mala fe (“pretendida necesidad creada adrede”) es completamente clara en el Comunicado. Se sigue de ello que se intentará hacer aparecer la mala fe a partir de la voluntad cismática atribuida (injustamente) a Monseñor Lefebvre. Las consagraciones de Ecône – continúa el Comunicado – “realizadas expresamente contra la voluntad del Papa” se pueden considerar directamente como “un acto formalmente cismático según el canon 751, habiendo [Monseñor Lefebvre] rehusado abiertamente su sumisión al soberano Pontífice y la comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos”. La voluntad cismática de Monseñor Lefebvre sería entonces la prueba de la mala fe para invocar el estado de necesidad. Esta tesis contiene en sustancia el dispositivo de la declaración de condena emitida contra el obispo francés. El punto central del fundamento de la acusación está dado, pues, por el concepto de cisma.
UNA DESCRIPCIÓN DEFORMADA DE LAS NORMAS VIGENTES
Antes de analizar el cisma desde el punto de vista jurídico (lo que será nuestro próximo peldaño en la exposición de los términos jurídicos de la cuestión), queremos entre tanto, destacar cómo la ausencia de mención del canon 1324 citado más arriba, ya transformada en una verdadera constante, llegó al punto de haber provocado hasta una descripción deformada de una institución del nuevo Derecho canónico, que equivale a la exclusión de toda circunstancia atenuante posible por parte de la jurisprudencia de la Iglesia “conciliar” en su voluntad de perseguir a Monseñor Lefebvre y a aquellos que con su luminoso ejemplo y el de Monseñor de Castro Mayer, se han mantenido y se mantienen fieles al dogma. Nos referimos al dictamen que contiene la ya citada Determinación del Consejo Pontificio para la interpretación de los textos legislativos, con relación a la validez de la excomunión declarada en su momento. En esta declaración se expresa, contra la “tesis Murray”: “De todos modos no se puede razonablemente dudar de la validez de la excomunión de los obispos declarada por el Motu proprio y por el decreto. En particular, la posibilidad de encontrar circunstancias atenuantes o dirimentes sobre la imputabilidad del delito (cánones 1323-1324) no parece admisible. En lo que se refiere al estado de necesidad en que se encontraría Monseñor Lefebvre, es necesario recordar que tal estado debe existir objetivamente y que la necesidad de consagrar obispos contra la voluntad del Romano Pontífice, jefe del colegio de obispos, nunca ocurre”. Esta declaración proporciona claramente una imagen inexacta de lo que está establecido en el C. D. C. En efecto, ella afirma que para ese Código, el estado de necesidad “debe existir objetivamente”, mientras que, según el nuevo Código el estado de necesidad, como se ha visto, puede existir también subjetivamente. Se da así, una descripción deformada de las normas en vigencia, como si el nuevo Código considerara el estado de necesidad solamente en su valor objetivo (como para el Código Pío-Benedictino). Se omiten así esas circunstancias atenuantes, gracias a cuyo legítimo recurso – si la Santa Sede lo hubiese querido – se habría podido impedir la aplicación de una excomunión no sólo injusta, sino aún inválida. (Continuará)
La pena puede ser latæ sententiæ o ferendæ sententiæ. Son dos categorías muy generales del derecho penal de la Iglesia, que se aplican también en caso de excomunión. Una pena canónica se dice “latæ sententiæ” cuando “se incurre en esta pena por el hecho mismo de haber cometido un delito”. Lo que significa que la pena es inherente – por así decir – al hecho delictivo, sin que se deba esperar a que un juez o un superior la imponga por sentencia o decreto. Es por ello que se acostumbra decir que la excomunión “latæ sententiæ” se aplica automáticamente. La aplicación de la pena tiene por lo tanto un valor solamente declarativo, porque el decreto o la sentencia que la contienen se limitan a declarar su existencia. Tan cierto es esto, que los efectos jurídicos de esta declaración se producen ex tunc, es decir, a partir del momento en que el hecho delictivo fue cometido (C. I. c. de 1917, can. 2232 2), y no a partir de la sentencia o decreto.
La pena ferendæ sententiæ es, por el contrario, la que “debe ser impuesta por el juez o el superior”. Y esto ocurre normalmente después de un juicio. En este caso, la sentencia o el decreto son constitutivos de la pena: no se limitan a declarar la existencia de una pena que ya es inherente a un cierto comportamiento, sino que se da existencia a esa pena, la constituyen al final de un juicio que podría, de hecho, concluir también con una absolución. Por lo tanto, los efectos jurídicos de la pena ferendæ sententiæ se producen ex nunc, es decir, a partir del momento de la sentencia o del decreto, y no desde la comisión del hecho culpable imputado. No hay ninguna retroactividad. Contrariamente al caso de la pena latæ sententiæ, en la ferendæ sententiæ no puede haber pena sin juicio y sin la sentencia o el decreto consiguientes. La diferencia no es sutil. Y tan cierto es, que el Código Pío-Benedictino especifica que “la pena debe siempre entenderse ferendæ sententiæ” a menos que se afirme expresamente que ella debe entenderse latæ sententiæ, o también ipso facto o ipso iure u otras expresiones similares o equivalentes.
IMPUTABILIDAD Y PENAS “latæ sententiæ”
Todo derecho penal evolucionado toma en consideración el elemento subjetivo del culpable y, de hecho, una condición determinante de la imputabilidad del sujeto agente. Para que este último pueda ser considerado punible, no basta que haya cometido el acto criminal, sino que es necesario que le sea imputable, es decir, que el acto ejecutado contra la ley pueda serle atribuido como acto de un sujeto capaz de comprender y querer, y por ende, sostenido por una voluntad orientada libremente hacia un fin determinado. Para que haya plena imputabilidad penal es necesario que el sujeto haya obrado con “animus lædendi”, o también, como decían los juristas romanos, dolo malo. El canon 1231 §2, precisa, en efecto: “Está obligado a la pena establecida por ley o precepto aquel que deliberadamente ha violado esa ley o precepto...” Una forma atenuada de imputabilidad es, en cambio, la que concierne no al dolo sino a la culpa, entendida no en sentido moral sino técnico-jurídico, como disposición del sujeto (llamada “imprudencia”) que no muestra animus lædendi pero sí una simple “omisión de la diligencia debida” (canon 1321 y 1322 del C. d. C. de 1983). En el caso de violación “culpable” de normas, el carácter punible puede faltar (can. cit.). En el Derecho de la Santa Iglesia, el elemento subjetivo (la voluntad, la intención del sujeto agente) ha gozado siempre de una peculiar importancia en el derecho de la Santa Iglesia. Esto depende del carácter propio de la concepción religiosa y moral que la Iglesia ha realizado, defendido y desarrollado por medio de su sistema jurídico. Para que el sujeto sea punible debe, por consiguiente, ser responsable. El canon 1321 §1 determina: “Nadie es castigado, a menos que la violación externa de una ley o precepto, por él cometida, le sea gravemente imputable por dolo o por culpa”. La plena imputabilidad del delito [y por tanto, de la imponibilidad de la pena] vale, pues, para el que ha violado la ley deliberadamente con plena consciencia e intención. Por este motivo, el C. I. C. exige que, en el caso de penas latæ sententiæ, tratándose de penas que – como hemos visto – se aplican sin juicio, haya siempre: 1) dolo, y 2) plena imputabilidad. La primera condición es requerida por el canon 1318 del C. D. C. de 1983, el cual determina: “El legislador no conminará con penas latae sententiae, salvo eventualmente para algunos delitos dolosos especiales que, o bien puedan causar un escándalo más grave, o bien no puedan castigarse eficazmente con penas ferendae sententiae; en cambio, no establecerá censuras, especialmente la excomunión, si no es con máxima moderación y sólo para los delitos más graves”. La invitación del Código a la prudencia y a la circunspección en tan delicada materia, se concreta en el enunciado de tres condiciones necesarias para la imputación [aplicación] de penas latæ sententiæ: a) el delito debe ser doloso, es decir, que debe haber en él claramente el dolo de parte de su autor: los delitos culposo son, en consecuencia, excluidos a priori de ese tipo de pena; b) el delito debe ser tal que provoque grave escándalo entre los fieles; c) el delito no debe ser punible mediante penas ferendæ sententiæ. En el marco de nuestra exposición, lo que nos interesa es que el C. I. C. hay querido poner el acento sobre la presencia del dolo como condición requerida ineludible para la imputación de una pena latæ sententiæ. Pero se puede demostrar el dolo solamente si el sujeto es plenamente imputable, porque es únicamente a un sujeto plenamente imputable que se le puede atribuir la falta moral de haber querido violar deliberadamente la ley. Entonces, si la plena imputabilidad no aparece, la pena latæ sententiæ – incluida la excomunión – no puede ser aplicada. La necesidad de la plena imputabilidad del culpable vale naturalmente para todo tipo de delito doloso, y se puede considerar como un verdadero principio general de toda organización penal evolucionada. Es tanto más válido para las penas latæ sententiæ, dado su carácter excepcional. Y, en efecto, el canon 1324, que establece diez casos de circunstancias atenuantes de la imputabilidad, precisa en el punto 3 que en todos esos casos “el culpable no está sometido a la pena latæ sententiæ”.
LAS CIRCUSTANCIAS ATENUANTES Y EXCEPTUANTES
Las circunstancias atenuantes no eliminan la imputabilidad pero la reducen, impidiendo que pueda ser considerada como plena. A consecuencia de lo cual se tiene una mitigación de la pena ya establecida o su substitución por otras sanciones, por ejemplo penitencias (que no son técnicamente penas, pero las substituyen o las aumentan: cánones 1312 y 1313). El canon 1324 §1 determina: “El infractor no queda eximido de la pena, pero se debe atenuar la pena establecida en la ley o en el precepto, o en su lugar emplear una penitencia, cuando el delito ha sido cometido: 1.° por quien tenía solamente uso imperfecto de razón...”[sigue la lista de las otras nueve circunstancias atenuantes]. Entre esas circunstancias, nos interesan particularmente dos: la nº 5 y la nº 8. En la primera se considera el caso de alguien que fue obligado “por miedo grave, aunque lo fuera sólo relativamente, o por necesidad o por evitar un grave perjuicio, si el delito es intrínsecamente malo o redunda en daño de las almas”. ¿Cuál es el sentido de esta norma? Que aquel que cometió una “acción intrínsecamente mala” o que “redunda en daño de las almas”, no de manera deliberada sino únicamente obligado, o por un grave temor o por una dificultad grave, tiene el derecho que esas circunstancias, atenuantes de su responsabilidad, sean tomadas en consideración. Y esto conduce a que la pena no pueda ser prescrita en su plenitud o, directamente, que sea reemplazada por otro tipo de sanción, como por ejemplo la penitencia. Pero ¿por qué las circunstancias atenuantes del nº 5 del canon cuya cuestión examinamos no hacen desaparecer totalmente la responsabilidad? Porque la acción a la cual uno se sintió coaccionado era “intrínsecamente mala” o bien era “perjudicial para las almas”. Dada esta naturaleza del acto, es necesario que se mantenga una forma de sanción en vista al bien común. Sin embargo, entre las penas que no pueden ser mantenidas, está la excomunión. En el nº 8 del canon sobre las circunstancias atenuantes, se considera en cambio el caso del que “por error, pero por su culpa, juzgó que existía alguna de las circunstancias de las que se trata en el can. 1323, nn. 4 ó 5”. Este último canon establece las siete circunstancias que, dispensando al agente de toda imputabilidad, hacen imposible la aplicación de la pena. Las circunstancias dispensantes mencionadas son aquellas en las cuales se ha violado la ley por temor grave, incluso relativo, necesidad o grave obstáculo “mientras que el acto ejecutado no sea intrínsecamente malo o perjudicial para las almas”, o hubiera sido realizado en estado de legítima defensa. Por lo tanto, en lo que concierne al estado de necesidad (categoría cuya análisis más nos interesa), cuando la violación de la norma sobreviene del hecho de una acción intrínsecamente mala o perjudicial para la salvación de las almas, se tiene una circunstancia sólo atenuante, sin embargo suficiente para excluir la aplicación de la excomunión, que debe ser reemplazada por otra pena o por una penitencia. Si en cambio, la violación ocurrió por un acto no intrínsecamente malo ni dañoso para las almas, entonces directamente la imputabilidad no subsiste y no se puede infligir pena ni otra forma de sanción. No obstante, si el sujeto – por error culpable (per errorem, ex sua tamen culpa) – ha estimado encontrarse en las condiciones contempladas en los nº 4 y 5 del canon 1323 citado, es decir, estar obligado a obrar en estado de necesidad (o por temor u obstáculo grave, o legítima defensa), sin que su acto haya constituido algo malo en sí o dañoso para la salvación de las almas, entonces en ese caso se tiene derecho a las circunstancias atenuantes. Lo que significa que, incluso en los casos en que se merece la excomunión, ésta no puede ser declarada porque debe ser reemplazada por otra pena o por una penitencia. Acto seguido hay que recordar que cuando el error de evaluación del que acabamos de hablar tiene lugar sin culpa por parte del sujeto agente, entonces, en lugar de circunstancias atenuantes, el sujeto referido tiene derecho a las circunstancias exceptuantes (canon 1323 nº 7).
ESTADO DE NECASIDAD: SENTIDO OBJETIVO Y SUBJETIVO
De todo cuanto hemos visto resulta indudable que para el C. d. C. en vigor, las circunstancias atenuantes y eximentes tienen un valor no sólo objetivo sino también subjetivo. ¿Qué significa esto? Que se les debe hacer valer aún cuando la situación de fuerza mayor (estado de necesidad, temor grave, etc...) exista únicamente en el espíritu del sujeto agente; aunque sea el fruto de un error de evaluación de su parte – error que puede ser aún por su falta –, es decir, debido a una ignorancia culpable que impulsa al sujeto a un “juicio falso con relación a un motivo”. Retomemos el texto del profesor Kaschewski: “Aún cuando se quiera poner en duda la situación de peligro [«estado de necesidad»] tal como se describe [su definición jurídica y el análisis de la espantosa situación de la Iglesia actual (n.d.l.r.)] conviene comprobar lo siguiente: «Nadie puede negar que un obispo que, en las circunstancias señaladas más arriba, consagra a otro, esté al menos subjetivamente convencido de que se trata de un estado de necesidad ruinoso para las almas. De ello se desprende que no se puede hablar de una violación premeditada de la ley. En efecto, el que contrariando la ley cree, aún con error, en el bien en que se funda su acción, no obra de forma premeditada contra la ley [el nuevo C. D. C. es muy claro sobre este punto, como se ha visto]. Además, el que quiera suponer que el estado de necesidad no existe más que en el capricho y en la imaginación del obispo consagrante, ¡difícilmente pueda objetarle que esa concepción, supuestamente errónea, sea punible!. Pero aún si alguien quisiera decirle que él había interpretado en realidad inexactamente el estado de necesidad, de una forma punible, se concluiría que: 1) la excomunión no podría ser impuesta como prevista en el canon 1382 [para la consagración sin mandato (n.d.l.r.)]; 2) una pena eventualmente infligida por un juez debería en todo caso ser más clemente que la prevista por la ley, de manera que tampoco aquí es admisible la excomunión”. Así que ¿cómo se puede negar que en el caso de consagraciones impuestas por la necesidad, “un obispo esté convencido, al menos subjetivamente, de que se trata de un estado de necesidad ruinoso para las almas”?. El nuevo C. D. C. protege esta convicción a tal punto que establece una verdadera presunción de buena fe, dado que la protege aún cuando sea errónea, es decir, también cuando fuera consecuencia de un error de evaluación atribuible al sujeto agente y no a las circunstancias. Es evidente que las normas en vigencia hacen prácticamente imposible la aplicación de la excomunión “latæ sententiæ” a la consagración sin mandato, y que, por lo tanto, una excomunión declarada con menosprecio de esas normas (cánones 1323 y 1324) debe ser considerada totalmente inválida, y, en consecuencia, con la nulidad intrínseca de todos los efectos que el Derecho canónico les atribuye. ¿Cómo la santa Sede pudo cometer un error de este género en el caso de Monseñor Lefebvre? ¿Hizo tal vez, violando el principio de internis non iudicat Ecclesiæ, un proceso de intenciones a Monseñor Lefebvre, que sólo Dios puede hacer? En realidad, en el famoso Comunicado aparecido en L’Osservatore Romano del 30.6.1988 – 1.7.1988, “con relación a los rumores que circulan en los ambientes de Monseñor Lefebvre, referidos a la excomunión latæ sententiæ prevista en el canon 1382”, o sea, en relación a la opinión – muy arraigada en ese medio – de que una excomunión debería ser considerada totalmente inválida, parece que hubiera, en ese comunicado anónimo, tal proceso de intención, porque en él se acusa a Monseñor Lefebvre, y no de manera velada, de mala fe. Allí se dice, en efecto, que en la circunstancia “no se puede aplicar el canon 1323” que considera, como se sabe, el estado de “necesidad” como condición eximente de imputabilidad de cisma, por la simple razón de que “también la pretendida «necesidad» ha sido creada adrede por Monseñor Lefebvre para conservar una actitud de división en la iglesia católica”. ¿Se puede ser más claro? Y ése que “crea adrede” una situación de estado de necesidad para mantenerse en una “actitud de división para con la Iglesia católica”, ¿cómo hay que decir que ha obrado: de buena o mala fe? Es como si se dijera: ¡Monseñor Lefebvre = nuevo Focio! ¡La mala fe supuesta de Monseñor Lefebvre, impidiendo la aplicación del canon 1323, justificaría por consiguiente la excomunión. Seguidamente hay que notar que el Comunicado en cuestión no menciona para nada el canon 1324, que establece las famosas circunstancias atenuantes aún en presencia de error imputable al sujeto agente. Lo que hemos llamado importancia subjetiva del estado de necesidad, concebido por el nuevo C. D. C. para excluir todo proceso de intenciones, se pasa aquí completamente en silencio. Ciertamente, no podemos creer que las autoridades vaticanas no conozcan el Derecho Canónico. El silencio sobre el canon 1324 tiene, según nosotros, una razón determinada. En efecto, ¿cómo se puede demostrar la mala fe supuesta de un obispo que creería por error encontrarse en estado de necesidad y obrara en consecuencia? Es una demostración – lo repetimos – que puede resultar únicamente de un proceso de intenciones. Y sin embargo, la alusión a la mala fe (“pretendida necesidad creada adrede”) es completamente clara en el Comunicado. Se sigue de ello que se intentará hacer aparecer la mala fe a partir de la voluntad cismática atribuida (injustamente) a Monseñor Lefebvre. Las consagraciones de Ecône – continúa el Comunicado – “realizadas expresamente contra la voluntad del Papa” se pueden considerar directamente como “un acto formalmente cismático según el canon 751, habiendo [Monseñor Lefebvre] rehusado abiertamente su sumisión al soberano Pontífice y la comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos”. La voluntad cismática de Monseñor Lefebvre sería entonces la prueba de la mala fe para invocar el estado de necesidad. Esta tesis contiene en sustancia el dispositivo de la declaración de condena emitida contra el obispo francés. El punto central del fundamento de la acusación está dado, pues, por el concepto de cisma.
UNA DESCRIPCIÓN DEFORMADA DE LAS NORMAS VIGENTES
Antes de analizar el cisma desde el punto de vista jurídico (lo que será nuestro próximo peldaño en la exposición de los términos jurídicos de la cuestión), queremos entre tanto, destacar cómo la ausencia de mención del canon 1324 citado más arriba, ya transformada en una verdadera constante, llegó al punto de haber provocado hasta una descripción deformada de una institución del nuevo Derecho canónico, que equivale a la exclusión de toda circunstancia atenuante posible por parte de la jurisprudencia de la Iglesia “conciliar” en su voluntad de perseguir a Monseñor Lefebvre y a aquellos que con su luminoso ejemplo y el de Monseñor de Castro Mayer, se han mantenido y se mantienen fieles al dogma. Nos referimos al dictamen que contiene la ya citada Determinación del Consejo Pontificio para la interpretación de los textos legislativos, con relación a la validez de la excomunión declarada en su momento. En esta declaración se expresa, contra la “tesis Murray”: “De todos modos no se puede razonablemente dudar de la validez de la excomunión de los obispos declarada por el Motu proprio y por el decreto. En particular, la posibilidad de encontrar circunstancias atenuantes o dirimentes sobre la imputabilidad del delito (cánones 1323-1324) no parece admisible. En lo que se refiere al estado de necesidad en que se encontraría Monseñor Lefebvre, es necesario recordar que tal estado debe existir objetivamente y que la necesidad de consagrar obispos contra la voluntad del Romano Pontífice, jefe del colegio de obispos, nunca ocurre”. Esta declaración proporciona claramente una imagen inexacta de lo que está establecido en el C. D. C. En efecto, ella afirma que para ese Código, el estado de necesidad “debe existir objetivamente”, mientras que, según el nuevo Código el estado de necesidad, como se ha visto, puede existir también subjetivamente. Se da así, una descripción deformada de las normas en vigencia, como si el nuevo Código considerara el estado de necesidad solamente en su valor objetivo (como para el Código Pío-Benedictino). Se omiten así esas circunstancias atenuantes, gracias a cuyo legítimo recurso – si la Santa Sede lo hubiese querido – se habría podido impedir la aplicación de una excomunión no sólo injusta, sino aún inválida. (Continuará)
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