Los hay que pretenden, y suelen ser frecuentes, que los
misioneros, cuando llegan a una misión no tienen que predicar la religión a los
infieles antes de darles por lo menos un mínimo nivel de vida. ¿De qué sirve,
dicen, predicarles el Evangelio a personas que viven en un estado social, o
incluso físico, totalmente deficiente? Pero este razonamiento es absurdo y diríamos
que casi diabólico, porque es privar a esas personas y niños de lo más grato y
hermoso que pueden recibir. En definitiva, es privarlos de aquello a lo que se
pueden adaptar más rápido y quizás más fácilmente que las personas que tienen
todo y que viven confortablemente. Cuando se les enseñaba el Evangelio y la fe,
se podía ver como esos pueblos se hacían cristianos y se transformaban. Casi se
podía leer en sus rostros quiénes eran cristianos y quiénes no. Los cristianos
tenían un rostro apacible y radiante de paz, mientras que los demás solían
tener temor y miedo, una especie de terror continuo a los espíritus que los
rodeaban, siempre listos a hacer el mal, con un rostro que no reflejaba
felicidad. El cristiano que se libera de las creencias paganas y que pone su
esperanza en Dios tiene un rostro apacible, alegre y está en paz. Con estas evocaciones
sólo deseo oponerme a esos falsos principios de los que pretenden que no se
debe dar a Nuestro Señor Jesucristo a los que lo buscan, tienen necesidad de Él
y lo esperan. La caridad no consiste en decir: tenemos que darles a estos
pobres un nivel de vida más humano y después les predicaremos el Evangelio. La
verdadera caridad consiste en darles en seguida lo esencial, es decir, el
fundamento de su alegría, de su felicidad y de su transformación interior
Monseñor Marcel
Lefebvre
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