En los campos de México, como en los de España, existe la
bella costumbre de invitar al sacerdote a bendecir los campos de cultivo. En
los primeros años de mi ministerio había hecho este rito, lleno de tantas
esperanzas para los hombres que viven de su trabajo en el campo.
Recién llegado a México se me encomendó la atención como vicario cooperador de una zona rural y visitaba 24 comunidades dedicadas a las labores del campo. El primer año fui invitado por don Nicanor, un ranchero jalisciense, curtido por los años, de intensos ojos azules y piel blanca. Rebasaba ya los 60 años, pero su constitución física, acostumbrada al trabajo, era la de un hombre joven y fuerte. Se le respetaba en el rancho por su prudencia y su sabiduría empírica.
No podré olvidar la primera vez que se acercó a mí y me extendió su mano. Yo lo saludé como a otro más, dándole la mía, pero hizo un gesto que traté de evitar. Y es que don Nicanor hizo el intento de besarme la mano. Con fuerza quise impedirlo. Quizá por venir de España, en donde toda forma de clericalismo se ha ido cambiando por la indiferencia e incluso el rechazo al sacerdote.
Pero sin pensarlo él me sujetó fuertemente la mano, la llevo a sus labios y con el sombrero descubierto la besó. Luego me miró a los ojos y me dijo con cierta autoridad en su voz: «No lo beso a usted. Beso al Señor en sus manos consagradas que quiero bendigan nuestros campos».
Recién llegado a México se me encomendó la atención como vicario cooperador de una zona rural y visitaba 24 comunidades dedicadas a las labores del campo. El primer año fui invitado por don Nicanor, un ranchero jalisciense, curtido por los años, de intensos ojos azules y piel blanca. Rebasaba ya los 60 años, pero su constitución física, acostumbrada al trabajo, era la de un hombre joven y fuerte. Se le respetaba en el rancho por su prudencia y su sabiduría empírica.
No podré olvidar la primera vez que se acercó a mí y me extendió su mano. Yo lo saludé como a otro más, dándole la mía, pero hizo un gesto que traté de evitar. Y es que don Nicanor hizo el intento de besarme la mano. Con fuerza quise impedirlo. Quizá por venir de España, en donde toda forma de clericalismo se ha ido cambiando por la indiferencia e incluso el rechazo al sacerdote.
Pero sin pensarlo él me sujetó fuertemente la mano, la llevo a sus labios y con el sombrero descubierto la besó. Luego me miró a los ojos y me dijo con cierta autoridad en su voz: «No lo beso a usted. Beso al Señor en sus manos consagradas que quiero bendigan nuestros campos».
Sabia lección me dio don Nicanor ese domingo después de la
misa. Mis manos no habían sido besadas después del cantamisa en España. Eso se
acostumbra más por un rito-tradición que por un verdadero gesto de descubrir,
en esas manos pecadoras, las manos del Carpintero de Nazaret; en las manos de
este hombre llamado al sacerdocio, las mismas manos del que multiplicó los
panes, del que sanó a los enfermos, del que bendijo, del que lavó los pies a
sus discípulos. Manos que fueron traspasadas por los clavos de la indiferencia,
del rechazo, del rencor. Estas mis manos también son sus manos.
Bendije los campos de don Nicanor y de sus hermanos, y aquella tierra sementera me bendijo a mí. Luego recibí en premio sus primeros frutos. Aunque el verdadero premio ya lo había recibido antes. Mis manos: tus manos Señor.
Bendije los campos de don Nicanor y de sus hermanos, y aquella tierra sementera me bendijo a mí. Luego recibí en premio sus primeros frutos. Aunque el verdadero premio ya lo había recibido antes. Mis manos: tus manos Señor.
Fuente "Catholic.net"
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