¡Oh Divino Salvador!, yo también soy un pobre leproso,
acógeme: “Si quieres puedes limpiarme”
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El Evangelio de hoy (Mt 8, 1-13), nos presenta dos
milagros de Jesús, que constituyen profundas lecciones de humildad de fe y de
caridad.
He aquí la fe humilde del leproso: “Señor. Si quieres,
puedes limpiarme”. Tan seguro está de que Jesús puede sanarle, que la única
condición que espera para ser curado es la determinación de su voluntad. La fe
cristiana no se pierde en sutiles razonamientos, su lógica es simplicísima:
Dios puede hacer todo lo que quiere; basta, pues, que Él quiera. Y el leproso
ni siquiera insiste para que Jesús quiera; quien vive la fe sabe que la
voluntad de Dios es la cosa más conveniente para nosotros, aunque nos deje en
medio del sufrimiento, y por lo tanto más que insistir prefiere abandonarse a
su divino beneplácito.
Viene después el centurión: el soberbio y potente soldado
romano no se avergüenza de ir personalmente a interceder ante Jesús, un
galileo, a favor de su siervo paralítico; y Jesús, conmovido por ese acto de
humildad y caridad, le contesta inmediatamente; “Yo iré y le curaré”. Pero el
centurión replica: “Yo no soy digno de que entres en mi techo, di sólo una
palabra y mi siervo será sano”; aquí la humildad se hace todavía más profunda y
la fe llega al máximo: no hay necesidad de que el Señor se mueva, su poder es
tan grande que basta una sola palabra suya pronunciada a distancia para
realizar cualquier milagro. El mismo Jesús “se maravilló y dijo a los que le
seguían: “En verdad os digo que en nadie de Israel he hallado tanta fe”. ¿No es ésta quizás una queja del Salvador contra
muchos que viven tan cerca de Él, quizá en su
misma casa, recibiendo de Él
continuos beneficios, y cuya fe languidece frecuentemente y se hace
estéril?
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