Siguiendo
la serie de entradas (ver AQUÍ, AQUÍ y AQUÍ),
sobre el tema del trabajo, que hemos tenido un toco abandonadas, continuamos
con esta…
El significado de nuestro trabajo es predicar con el ejemplo, llevando a Dios a nuestro día a día y al de los demás |
El trabajo es, además, medio de apostolado. Comenzando
por el apostolado del ejemplo y continuando por la labor de proselitismo,
particularmente eficaz en ese influjo horizontal del igual por el igual.
Es también medio de solidaridad entre los que participan
de una tarea común en las grandes “colmenas de trabajo” que son las empresas
modernas.
Conocemos más de un obrero que se dejó conquistar por
Cristo ante el ejemplo de un compañero que, por amor a los demás, cargaba
siempre sobre sí los trabajos más penosos.
DOS BOTONES DE MUESTRA
Norteamérica. A un profesor de una Escuela de Ingenieros
le ofrecen el puesto de director de una gran Empresa constructora de
automóviles, con sueldo triple del que gana como profesor.
Después de una madura reflexión llega a la conclusión de
que él es más útil a la sociedad en el puesto de profesor, por el que siente
especial vocación. En consecuencia, desecha la oferta.
España. Una gran factoría. Un obrero especialmente dotado
trabaja incansablemente con apóstol en su ambiente. Su jornal es muy bajo, y en
su casa hay hambre. La Dirección la ofrece un puesto en las oficinas, con
ventaja económica y mayor rango social. A los pies del Crucifijo comprende que
su mejora individual supondría un retroceso de la causa de Cristo en su actual taller.
Y renuncia a ella.
Ya sé lo que pensará de éstos la gente: que hicieron el “primo”.
Pero también sé lo que de ello piensa Dios.
EL TITIRITERO
Es un cuentecito de nuestra infancia.
Érase un buen titiritero que pasó los mejores años de si
vida corriendo de circo en circo y de plaza en plaza para hacer las delicias de
chicos y grandes.
Queriendo dedicar íntegramente a Dios sus últimos años,
pidió entrada en un convento de frailes que en lo alto de la montaña cantaban a
todas horas las alabanzas del Señor.
Poco sabía de letras nuestro buen titiritero, y fue necesario
que uno de los hermanos se consagrara a enseñarle. Pero como si no. Pasaban los
meses y apenas se apreciaban progresos.
Comenzó a entristecerse nuestro hombre, pensando que iba
a verse obligado a abandonar el convento.
Pero él quería mucho a Dios y a la Santísima Virgen, y no
quiso marcharse sin dedicarles un ofrenda.
Pensó: “Otros saben rezar y cantar, y ofrecen sus rezos y
cánticos. Yo no sé más que hacer títeres un poco torpemente ya, porque los años
no pasan en balde. Ofreceré el Señor y a su Madre todo lo mejor que sé hacer”.
Y en efecto. Aquella noche, cuando toda la comunidad se
hubo retirado, él se dirigió a la capilla del convento. Avanzó hasta el
presbiterio, y allí, después de quitarse el tosco sayal, ofreció a la Virgen,
cuya imagen presidía la capilla, todo lo mejor de su repertorio.
La cosa su repitió todas las noches. Y era para él un
suave gozo el pensar que su vida no era del todo inútil ante Dios.
Una noche, cuando más afanoso se encontraba dedicado a su
tarea, acertó a penetrar en la capilla otro fraile. Sorprendido y escandalizado,
vio al titiritero que, en mangas de camisa, realizaba sus más variadas piruetas
al pie del altar. Ante lo insólito del caso se creyó obligado a poner el hecho
en conocimiento del Padre Prior, y ambos, la noche siguiente, se apostaron bajo
el coro, esperando el momento en que el atrevido se presentara de nuevo en la
capilla.
Dieron las doce y viéronle entrar cautelosamente. Llegado
al presbiterio, se arrodilló unos minutos ente la imagen de la Virgen. Después,
despojándose de su hábito, comenzó la fiesta.
Durante largo rato fue exhibiendo las más arriesgadas
cabriolas. Parecía crecerse más y más a medida que el cansancio iba
invadiéndole.
Varias veces estuvieron tentados los dos frailes de
interrumpir la profana exhibición. Pero una especie de presentimiento les
detuvo. Finalmente, cuando, empapado en sudor, nuestro titiritero quedó tendido
junto al altar. Apenas habían dado unos pasos, cuando sus ojos atónitos
contemplaron una escena inesperada.
La imagen de la Virgen cobró vida y, levantándose, bajó
hasta su siervo jadeante. Sacando entonces un pañuelo, enjugó cariñosamente su
rostro y colocó sobre él el hábito abandonado, para defenderle con su tibio
calor.
Entonces comprendieron los dos frailes que el trabajo del
titiritero era subida oración. (Continuará...)
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