La comunión bajo las dos especies es una obsesión de la paletería, por no decir torpeza y deformación, de los sacerdotes progresistas. Se empezó a promover en diversas parroquias a principios de los años setenta, como puede suponerse procedente de las nuevas ideas protestantizantes y ecuménicas salidas del Concilio y sus espurias interpretaciones.
Se decía, o se pensaba, ofrecer a los fieles una supuesta mayor participación en la “Cena del Señor”. En realidad una argucia más para intervenir en terrenos sagrados que abría la puerta a mayores audacias, pues que lo cierto era que a los fieles nunca se nos ocurrió pedirla. Como tampoco se lo pidieron a Lutero por mucho que él se escudó en supuestos reclamos del pueblo que, además, exageró hasta convertirlos en bandera de sus estrategias para eliminar el Sacrificio y resaltar la cena. Hoy, por ejemplo, en este asunto, Lutero todavía incordia en los conocidos rifirrafes que los neocatecumenales mantienen con el Santo Padre, Benedicto XVI, y su Curia.
He leído que este regreso a las aspiraciones reformadoras heréticas proviene de una doble fuente y se funda en una doble argumentación. Si bien ambas coinciden en su raíz de descreimiento y en el aventurarse en doctrinas no seguras.
La primera es el notable debilitamiento actual de la fe en la Presencia Real, fatalmente derivada de la llamada "reforma litúrgica”. Abolida en la práctica general la doctrina de Trento sobre la Sagrada Eucaristía y la Transubstanciación, es ya cosa de coser y cantar “desmitificar” el natural sentimiento sagrado de los fieles. La segunda es la doctrina del "sacerdocio común"; algo 'sui generis' en la que muchos bautizados sin pararse a pensarlo pudimos creernos partícipes del Sacramento del Orden. Así porque sí, “porque es lo que ahora se dice”. Pero, pensemos lo que queramos, es realidad que el Sacrificio eucarístico se consuma exclusivamente cuando con su Comunión el sacerdote come el Cuerpo y bebe la Sangre, destruyendo así la Víctima – siempre Cristo -ofrecida en esa Misa.
Derivado de ello es la reserva eucarística en los sagrarios, misericordia de Cristo y la Iglesia para alimentarnos en los altares con el maná que Moisés no pudo imaginar. No en vano el rito tradicional, así contenido en los misales hasta Juan XXIII, precursor de la disolución final de Annibale Bugnini, dejó de incluir el rito de Comunión de los fieles.
Desde luego que sí, que los fieles, comulguemos o no, participamos de los frutos del Sacrificio al que el sacerdote une sus propias intenciones. Y pienso que debo resaltar que no lo ofrecemos sacramentalmente, sino moralmente, mientras creemos en las verdades dogmáticas relativas a la Santa Misa. La comunión bajo las dos especies, que generalmente perturba a los comulgantes con riesgo real y repetido de accidentes, trivializa gravemente la religiosidad de los cristianos y rebaja su devoción en Jesús Eucaristía. Es dogma de fe que en la Hostia consagrada se encuentra entero y total Nuestro Señor Jesucristo, sin necesidad de complementarse con la sangre.
Subrayemos esto un poco más. Combinar la comunión de los fieles con las dos especies, pan y vino, no parece otra cosa que un subliminal mensaje de desacralización del verdadero sacrificio de la Misa. Sacrificio que se opera en los altares católicos, donde el sacerdote ante el cáliz no solo consagra el vino, que se convierte en aquella sangre derramada en la cruz, sino que renueva la Nueva y Eterna Alianza sólo posible de hacerse por el sacerdote que actúa en la persona de Cristo, es Cristo mismo y son sus mismas palabras.
Fuente "Periodista Digital"
No hay comentarios:
Publicar un comentario