Me pongo en tu presencia, Señor, para que tu Luz me ilumine
acerca de las verdades eternas y despierte en mí deseos de conversión
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“Pulvis es et in pulverem revertetis” (Gén. 3, 19). Estas
palabras, que Dios dirigió por primera vez a Adán en castigo del pecado que
había cometido, las repite hoy la Iglesia a cada uno de los cristianos para
recordarnos dos verdades fundamentales: nuestra nada y la realidad de la
muerte.
El polvo, o sea la ceniza que el sacerdote pone sobre tu
cabeza, sin consistencia alguna, pues basta un leve soplo de viento para
dispersarla, manifiesta muy claramente la nada del hombre. “Ecce mensurabiles
posuisti dies meos, et substantia mea tamquam nihilum ante te” (Sal. 38, 6).
¡Cuán necesario es que tu orgullo y tu soberbia comprendan esta verdad, que
todo lo que hay en ti es nada! Sacado de la nada por la potencia creadora de
Dios y por un amor infinito que quiso comunicarte se ser y su vida, no puedes
ya, por causa del pecado, volverte a unir eternamente con tu Dios sin pasar por
la oscura realidad de la muerte. Consecuencia y castigo del pecado, la muerte
es en sí amarga y dolorosa; pero Jesús, que ha querido hacerse en todo
semejante a nosotros, menos en el pecado, sometiéndose a la muerte de al cristiano
fuerza para aceptarla por amor. De todas maneras, el hecho de la muerte es
cierto; más tú no debes considerarla como motivo de turbación, sino más bien
como estímulo para practicar el bien. “In omnibus operibus tuis memorare
novissima tua, et in aeternum non peccabis” (Eclo. 7, 40). El pensamiento de la
muerte te recuerda la vanidad de las cosas terrenas y la brevedad de la vida – “todo
se pasa, Dios no se muda” – y te dice que no debes aficionarte a nada y que
tienes que despreciar cualquier gusto terreno para buscar únicamente a Dios. El
pensamiento de la muerte te hace comprender que “todo es vanidad, meno amar a
Dios y servirle de Él solo” (Imit. De Cristo I, 2, 3).
“Acuérdate que no tienes más de un alma, ni has de morir,
más de una vez…, y darás de mano a muchas cosas” (TJ. A. 68), es decir a todas
aquellas cosas que no sirven para la eternidad. Para allí sólo tiene valor el
amor y la fidelidad a Dios: “A la tarde (de la vida) te examinarán en el amor”
(JC. AS. I, 57).
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