OREMOS PARA QUE EL SANTO PADRE CONSAGRE RUSIA AL INMACULADO CORAZÓN DE MARÍA, TAL Y COMO LO PIDIÓ LA SANTÍSIMA VIRGEN EN FÁTIMA

Monseñor Marcel Lefebvre

"... sin ninguna rebelión ni amargura ni resentimiento, proseguiremos nuestra obra a la luz del Magisterio de siempre convencidos de que no podemos rendir mayor servicio a la Iglesia, al Papa y a las generaciones futuras. Y seguiremos rezando para que la Roma actual infestada de modernismo llegue a ser otra vez la Roma Católica..."

Ramiro de Maeztu

"Venid con nosotros, porque aquí, a nuestro lado, está el campo del honor y del sacrificio; nosotros somos la cuesta arriba, y en lo alto de la cuesta está el Calvario, y en lo más alto del Calvario, está la Cruz."

"Vosotros no sabéis por qué me matáis, pero yo sí sé por lo que muero, para que vuestros hijos sean mejores que vosotros"

lunes, 13 de diciembre de 2010

EL CRISTIANO ANTE LA MUERTE, III


EL ANTIGUO TESTAMENTO

Es un hecho curioso que el primer pedazo de tierra adquirido por Abraham en el país al cual el Señor le había llamado, fue el de una sepultura.

“Soy entre vosotros extranjero y huésped. Dadme en propiedad una sepultura donde pueda enterrar a mi muerta” (Gen. 23, 4)

La solicitud de Abraham por el entierro de sus muertos no era únicamente por razones de higiene o por gustos estéticos. El sepelio de los muertos era una obligación de piedad para el israelita. Sin participar de las galas externas de los ritos funerarios de sus vecinos, los israelitas otorgaban a sus muertos un entierro digno, incluso a los condenados por criminales. Para ellos ningún fin era más maldito, que la cremación, una abominación ante la presencia de Dios y cercana a la participación en los fuegos eternos.

¿Por qué, esta solicitud por el entierro de los muertos? ¿A dónde iban ellos después de la muerte? A estas y otras preguntas semejantes, el Antiguo Testamento da, como mucho, unas respuestas vagas y confusas. Los muertos “descienden al sehol”, que es “el lugar de reunión para todos lo mortales” (Job. 30, 23). Se reunían con sus antepasados; iban a reunirse en paz con sus padres (Gen. 15, 15). La idea de estar reunidos con los suyos, de descender a la cita de todos los vivos, nos da una explicación del cuidado del israelita por las tumbas familiares y de sus deseos por ser enterrados con los suyos.

“No me sepultes en Egipto. Cuando me duerma con mis padres, sácame de Egipto y sepúltame en sus sepulturas” (Gen. 47, 29-30)

Los israelitas no especulaban mucho sobre el “sehol”, el vientre estéril; la tierra que no se harta de agua y el fuego, que nunca dice: ¡basta! (Prov. 30, 16). Pintaban “el sombrío infierno” como un lugar oscuro y cavernoso, en alguna parte de las profundidades suboceánicas, un país sin retorno, “la región de las tinieblas y sombras de la muerte, tierra de espantosa confusión, donde la claridad misma es noche oscura” (Job. 10, 22). Era un lugar donde los hombres moraban lejos de Dios, incapaces de acordarse de Él ni de bendecirle:

“Porque en la muerte no se hace ya memoria de Ti, en el sepulcro ¿quién te alabará?” (Sal. 6, 6)
“Porque no puede alabarte el sepulcro, no puede celebrarte la muerte ni pueden los que descienden a la fosa esperar en tu fidelidad” (Isa. 38, 18)

Pero ¿era la muerte el final verdadero? ¿Existía alguna esperanza más allá de la tumba? ¿Era la vida sobre la tierra la única vida verdadera? En la pedagogía progresiva del Antiguo Testamento, bajo la gradual salida del sol de la Revelación, ciertos rincones oscuros del misterio de la muerte fueron iluminados.

A través de su historia larga y turbulenta, Israel recordaba, o le hacían recordar, su Alianza con Yahveh. Su fe en la Alianza era algo más que un asentamiento individual o personal; era un compromiso nacional y comunitario. En este contexto, la muerte del individuo dentro de la comunidad así comprometida, podría no haber sido, en el principio al menos, el problema agónico que era para las últimas generaciones. Israel estaba segura de su propia supervivencia como nación, a pesar del carácter transitorio y efímero de cada uno de sus miembros. Generalmente hablando, la inmortalidad era deseada en su sentido literal de no-mortalidad; y Enoc que había sido “llevado” (Gen. 5, 21ss.) y Elías que “subió al cielo en un torbellino” (2 Rey. 2, 11ss.) quedaron como símbolos de este destino deseado.

Fueron los hombres sabios de Israel quienes reflexionaron más profundamente sobre la naturaleza de la muerte. Job, los Proverbios, Cohelet (Eclesiastés), y Sirac (Eclesiástico) dan una visión de la muerte que está estrechamente ligada con la justicia y con la observancia de la ley.

“En el camino de la justicia está la vida; el camino tortuoso lleva a la muerte” (Prov. 12, 28)
“El que sigue la justicia va a la vida, el que va tras el mal corre a la muerte” (Prov. 11, 19)

La muerte era vista como un justo castigo para el pecador que no iba por los caminos del Señor. Pero la injusticia de la muerte del justo permanecía en el misterio; su sentencia indiscriminada sobre todos los hombres vivos, un final irrevocable:

“Pero el hombre, en muriendo, se acabó; en expirando, ¿qué es de él…? Cuanto duren los cielos no se despertará, no se despertará de su sueño” (Job. 14, 10-12)

El autor del libro de la Sabiduría que escribía en el último siglo antes de la venida de Cristo, nos ofrece un sumario sintético de algunas de las más finas reflexiones sapienciales del Judaísmo sobre la muerte y el más allá. El contraste entre la actitud del justo y del injusto hacia la muerte está descrita agudamente en los primeros capítulos:

“Porque la justicia no está sometida a la muerte. Pero los impíos la llaman con sus obras y palabras, mirándola como amiga, se desviven por ella… Pues neciamente se dijeron a sí mismos los que no razonan: “Corta y triste es nuestra vida, y no hay remedio cuando llega el fin del hombre, ni se sabe que nadie haya escapado del ades. Por acaso hemos venido a la existencia, y después de esta vida seremos como si no hubiéramos sido: porque humo es nuestro aliento, y el pensamiento una centella del latido de nuestro corazón. Extinguido éste, el cuerpo se vuelve ceniza y el espíritu se disipa como tenue aire”” (Sab. 1, 15-16; 1-3)

Aquí existe un nihilismo que podría igualar al mejor nihilismo de Roma y de Atenas. Si la muerte era lo que el “impío” pensaba que era, entonces su lógico “gozar de las cosas que son reales” será válido, pero,

“Se equivocan porque los ciega su maldad. Y desconocen los misterios juicios de Dios, y no esperan la recompensa de la justicia ni estiman el glorioso premio de las almas puras. Porque Dios creó al hombre para la inmortalidad y le hizo a imagen se su naturaleza. Mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen” (Sab. 2, 21-24)

Sea lo que fuere, de lo que podemos decir de la influencia helenística sobre este libro, es completamente evidente el profundo conocimiento del Antiguo Testamento que posee su autor. Contiene un reflejo inequívoco de las tradiciones del Judaísmo de después del cautiverio. Las tradiciones de esta época marcan un avance sobre las anteriores etapas de la pedagogía divina, cuya lentitud parece haber sido necesaria para la seguridad de Israel en su escarpado ascenso hacia la verdad.

A lo largo de este periodo de después del cautiverio se pueden detectar aquí y allí, ciertas especulaciones y dudas, algunas vagas esperanzas y afirmaciones hechas intrépidamente, conjeturas y anhelos tímidos sobre el destino de la muerte y la posibilidad de una resurrección. Pero prescindiendo del contenido de la doctrina del Antiguo Testamento sobre la vida futura, la sobriedad de su expresión está en claro contraste con la extravagancia de las resurrecciones tal como aparecen en las leyendas de Osiris en Egipto, Tamuz en Babilonia o de Atis en el Asia Menor. (Continuará...)



Colección "Teología para todos" de Stanley B. Marrow S. J.

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