OREMOS PARA QUE EL SANTO PADRE CONSAGRE RUSIA AL INMACULADO CORAZÓN DE MARÍA, TAL Y COMO LO PIDIÓ LA SANTÍSIMA VIRGEN EN FÁTIMA

Monseñor Marcel Lefebvre

"... sin ninguna rebelión ni amargura ni resentimiento, proseguiremos nuestra obra a la luz del Magisterio de siempre convencidos de que no podemos rendir mayor servicio a la Iglesia, al Papa y a las generaciones futuras. Y seguiremos rezando para que la Roma actual infestada de modernismo llegue a ser otra vez la Roma Católica..."

Ramiro de Maeztu

"Venid con nosotros, porque aquí, a nuestro lado, está el campo del honor y del sacrificio; nosotros somos la cuesta arriba, y en lo alto de la cuesta está el Calvario, y en lo más alto del Calvario, está la Cruz."

"Vosotros no sabéis por qué me matáis, pero yo sí sé por lo que muero, para que vuestros hijos sean mejores que vosotros"

sábado, 7 de agosto de 2010

UNA EXCOMUNIÓN INVÁLIDA, UN CISMA INEXISTENTE, VI


CISMA EN SENTIDO FORMAL, VIRTUAL, DESOBEDIENCIA LEGÍTIMA

Del análisis del mandato leído en Ecône con ocasión de las consagraciones no resulta, por consiguiente, ninguna voluntad cismática: la voluntad de instituir una jerarquía paralela no se transparenta de manera alguna ni de las palabras ni de las acciones de Monseñor Lefebvre, y se sabe que, a continuación de las ordenaciones, él no ha conferido jamás alguna “misión canónica” (y se sabe igualmente que los cuatro obispos que consagró nunca se han comportado, en estos diez años, como si fueran titulares de Diócesis). La acusación de cisma en sentido formal contenida en los documentos del Vaticano, se basa, por fuerza, solamente en el texto del mandato de Ecône, y sobre el acto que representa. Lo que significa que el acto de la consagración, cumplido (por necesidad) contra la voluntad expresa del Papa, ese acto de desobediencia, ha sido considerado cismático en cuanto tal, en contra de los principios aceptados, según los cuales, como se ha visto, hay que distinguir siempre entre la desobediencia y el cisma. Esto resulta claramente del decreto del Cardenal Gantin, quien habla de acto por su naturaleza cismático, y del motu proprio Ecclesia Dei, ya citados. Para este último, la consagración sin mandato es en sí misma un acto de desobediencia (“in semetipso talis actus fuit inobedientia adversus R. Pontificem”); con todo, esta desobediencia, refiriéndose a una materia muy grave, que atañe a la unidad de la Iglesia en la sucesión apostólica, comporta (infert) un verdadero rechazo (vera repudiatio) del Primado Romano, y por este motivo se debe considerar un acto cismático: “Quam ob rem talis inobœdentia actum schismaticum efficit”: “por este motivo (porque niega la unidad de la Iglesia: n.d.l.r.) esta desobediencia se traduce en un acto cismático”. El sentido del texto parece muy claro: esta desobediencia implica – a causa de su gravedad – una negación del primado de Pedro, pone en discusión la unidad de la Iglesia, debe ser considerada cismática. Es, en suma, la cualidad atribuida a la desobediencia lo que la hace considerar como cismática. Nos encontraremos entonces frente a un acto cismático en sentido objetivo, que se revelaría tal por la sola cualidad supuesta del acto (que en sí mismo no es cismático), aún en ausencia de declaraciones de voluntad y de actos ulteriores, necesarios para la existencia del cisma en sentido formal. Parece casi superfluo señalar que ese concepto de cisma es totalmente desconocido por el derecho canónico como por la teología. La Santa Sede habría, por consiguiente, innovado con relación al derecho vigente, aplicando contra Monseñor Lefebvre una noción de cisma en sentido formal que no es la admitida por la doctrina ni por el Código. Y esta nueva noción de cisma es inaceptable porque no hace distinción entre desobediencia y cisma – y por lo tanto, entre desobediencia legítima e ilegítima – interpretando, como de hecho lo hace, un acto de desobediencia como un acto en sí mismo cismático. Pero, ¿puede existir un cisma en sentido puramente objetivo?, es decir, ¿puede haber un cisma en ausencia de una voluntad declarada en ese sentido y faltando la intención de una jerarquía paralela, mediante una “missio canónica “ilegítima”? Ningún canonista y ningún teólogo admitirían la existencia de un cisma así concebido. Es cierto que el Código de Derecho Canónico, no define el acto cismático específico sino únicamente el concepto de cisma, refiriéndose en sustancia a Santo Tomás, pero esto no significa que la Santa Sede pueda literalmente inventar una nueva categoría de acto cismático que además es opuesto a lo que la doctrina ha sostenido siempre. Naturalmente, el Papa, legislador supremo y primer doctor de la Iglesia, tiene el poder de innovar en lo que respecta al Código. Sin embargo, él debe decirlo, es decir, que debe establecer una nueva forma de delito (el cisma objetivo o la desobediencia sólo objetivamente cismática, si se puede así decir) con los procedimientos oportunos; no se puede introducir “de contrabando” como si se tratara de la mera aplicación del derecho vigente. El hecho de que el Código no defina el acto cismático no significa que la autoridad suprema pueda establecer, de hoy para mañana, y sin crear nuevas normas ( y por consiguiente sin asumir las responsabilidades legislativas de ello), que un acto determinado deba considerarse cismático “por su naturaleza”; significa, al contrario, que el Código remite, para la determinación del acto cismático, a la doctrina consolidada – canónica y teológica – y a la práctica de la Iglesia en el curso de los siglos. Y la autoridad suprema no puede ignorar esa remisión sin caer en la acción arbitraria. ¿Cuál es entonces la noción “consolidada” de cisma en sentido formal? El Código de Derecho Canónico en el canon 751 tantas veces citado, define el cisma como “la sustracción a la sumisión al Soberano Pontífice o a la comunión con los miembros de la Iglesia que les están sometidos”. El cisma consiste, pues, en sustraerse a la sujeción al Papa o a la comunión con los miembros de la Iglesia que le están sometidos. Esta sustracción da vida a una separación del cuerpo de la Iglesia y representa una ruptura a su unidad. Conviene señalar que, en el plano conceptual, se puede tener también un cisma sustrayéndose sólo a la comunión con los miembros de la Iglesia que están sometidos al Papa sin sustraerse al mismo tiempo a la sujeción al Papa o viceversa. El pecado de cisma es contra la caridad, porque “directe et per se opponitur unitati”, dado que no de forma accidental sino por su naturaleza “intendit se ab unitate separare quam caritas facit” (trata de separarse de la unidad que la caridad produce). Los cismáticos son aquellos que, violando el mandamiento de la caridad, se separan de la Iglesia “propria sponte et intentione” (por propia voluntad e intencionadamente). Y la unidad de la Iglesia debe entenderse de dos maneras unidas entre sí: “en la conexión recíproca de los miembros de la Iglesia” y “en el hecho de que Cristo “es la cabeza del cuerpo de la Iglesia” (Col. II, 18). El Jefe “es el mismo Cristo, cuyo vicario es el Soberano Pontífice”. Es por ello que “son llamados cismáticos los que rehúsan estar sometidos al Soberano Pontífice y también estar en comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos” dice Santo Tomás. Él nos da, pues, el concepto de cisma tal como lo encontramos todavía hoy en el Código de Derecho Canónico. El cisma es un tipo particular de pecado (peccatum speciale), que exige requisitos propios. No puede ser reducido a la desobediencia como tal, como querrían algunos, estando ésta última en la base de todo pecado: “en todo pecado el hombre desobedece los preceptos de la Iglesia, dado que el pecado, como dice San Ambrosio, es «desobediencia hacia los mandamientos del Cielo». Entonces todo pecado es cisma”. En su refutación a tal objeción, Santo Tomás nos lleva hacia el razonamiento siguiente inobjetable: en la desobediencia que da vida al cisma debe haber “rebelio quædeam”, debe manifestarse una rebelión, la cual debe resultar del hecho de “despreciar obstinadamente las enseñanzas de la Iglesia y rehusar someterse a su juicio. En todo pecado no hay esta actitud. Por lo tanto no todo pecado es cisma”. Por consiguiente, el cisma es pecado “especial” o particular o específico – como se quiera – que no puede ser asimilado a otro pecado, de acuerdo con el principio que afirma que en todo pecado hay una desobediencia. Para Santo Tomás, el cisma debe ser caracterizado por la “rebelión”. Expresándose en una “rebelión”, se trata de desobediencia ilegítima (si la desobediencia es legítima, entonces ya no hay rebelión). El pensamiento teológico medieval (y más allá) es concorde con este punto: “Los teólogos de la Edad Media, por lo menos los de los siglos XIV; XV y XVI, adhieren a poner de relieve que el cisma es una separación ilegítima de la unidad de la Iglesia; de hecho, afirman que podría haber una separación legítima, como en el caso de aquél que rehuse obedecer al Papa si éste le ordena una cosa mala o injusta (Turrecremata)”. En este caso, como en la excomunión injusta “habría una separación de la unidad puramente exterior y putativa”. La doctrina ha elaborado, pues, el concepto de cisma como rechazo ilegítimo de sumisión y de comunión. Ese rechazo se caracteriza por un acto (o actos) en el cual (o los cuales) se manifiesta categóricamente una desobediencia ilegítima (rebelión) hacia la autoridad, se manifiesta claramente la intención del sujeto agente de negar concientemente la sumisión y la comunión sobre las cuales se funda la unidad de la Iglesia. En otro caso, el cisma es virtual, es decir, está presente en la intención pero no todavía realizado en la acción, no concretado en una separación efectiva. Y puede ya constituir un pecado, aun si no recae en el cuadro de las normas del Código de Derecho Canónico. Con la noción de cisma virtual no sólo se entiende la actitud o la intención del cismático en potencia, sino también un comportamiento que revela objetivamente una no-participación en la comunión con los miembros de la Iglesia aún en ausencia de cisma efectivo en sentido formal. Este comportamiento, que muestra una separación de hecho, revelaría una situación de cisma virtual. Según el P. Murray, en la citada entrevista a The Latin Mass, esa sería la situación de los sacerdotes de la Fraternidad y de los católicos que frecuentan la Misa tridentina en las iglesias y capillas de la Fraternidad. Ellos no pueden definirse como cismáticos en sentido formal (el P. Murray niega – lo hemos dicho – que Monseñor Lefebvre pueda ser considerado cismático en sentido formal), pero sin embargo, deberían ser considerados como separados de la Iglesia oficial y por consiguiente, cismáticos en sentido virtual, canónicamente no condenables pero teológicamente reprensibles. Como veremos, esta apreciación es para nosotros totalmente errónea. Es necesario recordar, por el contrario, que el concepto de cisma virtual se emplea también en otro sentido, en conexión con la herejía. Ésta es pecado contra la fe, mientras que el cisma es pecado contra la caridad, y no obstante se implican uno al otro. Así, se podrá profesar un error doctrinal grave que en sí mismo implica una separación virtual de la Iglesia. Esa es, en sustancia, la acusación dirigida por Monseñor Lefebvre a la jerarquía que lo excomulgaba como cismático: afectada por herejías neo-modernistas, la jerarquía actual debe considerarse como virtualmente excomulgada porque los modernistas han sido formalmente excomulgados por San Pío X. Aplicando este concepto, debemos decir que, en tanto afectada por un grave error en lo que respecta a la exacta noción de Iglesia (nos referimos de nuevo al párrafo 8 de Lumen Gentium), error que rompe de por sí la unidad con la doctrina enseñada durante casi veinte siglos por la Iglesia sobre la Iglesia, la jerarquía actual se ubica fuera de la Iglesia de siempre, se ponen en una posición de cisma virtual. Dejemos de lado ahora el cisma en sentido virtual y volvamos al punto decisivo para el concepto de cisma en sentido formal: la noción de acto cismático. Resumiendo a Santo Tomás, Congar lo esboza como sigue: “El acto cismático es entonces ese mal acto que tiene directa, precisa y esencialmente como objeto específico una cosa contraria a la comunión eclesiástica, es decir, a la unidad que, entre los fieles, es el afecto particular de la caridad. Un acto, en efecto, se caracteriza por el objeto hacia el cual tiende en sí, por el hecho mismo de lo que él [el acto, n.d.r.] es. Un acto mostrará entonces la cualidad de acto cismático cuando, por su misma naturaleza, tienda a la separación para con la unidad espiritual fruto de la caridad”. El acto cismático es, por consiguiente, y no puede no serlo, el que tiene como propósito “directa, propia y esencialmente” (no se habla, pues, de una aproximación indirecta) la ruptura de la unidad eclesiástica. Y para que se pueda decir que un acto tiene ese propósito, es necesario un signo seguro, dado no por la desobediencia como tal, sino por la “voluntad de constituir por su cuenta una Iglesia particular” según la límpida fórmula de Santo Tomás: “dicuntur enim schismatici qui concordiam non servant in Ecclesiæ observantiis, volentes per se Ecclesiam constituere singularem”. No basta “no conservar la concordia”, la sola desobediencia tampoco es suficiente, es necesaria la voluntad manifiesta de constituirse como Iglesia separada. El acto cismático por excelencia no será entonces aquel que se limita a la simple desobediencia (como una consagración sin mandato); será, por el contrario, aquél que instituya la jerarquía de una Iglesia paralela con la missio canonica. Este acto apunta seguramente a la “separación de la unidad espiritual fruto de la caridad”. He aquí un signo certísimo. Con este acto se tiene el cisma en sentido formal porque con él uno se sustrae formalmente a la sumisión al Papa negando su autoridad como soberano Pontífice, es decir, como jefe de la Iglesia universal: “ut summus pontifex”. Como lo hizo el desdichado Enrique VIII de Inglaterra, quien se puso libremente como jefe de una iglesia nacional pretendida “católica”, con su propia jerarquía nombrada por él, después de haber rebajado (¡!) la autoridad del Papa a la de simple obispo de Roma (sesión del Parlamento inglés del 3 de noviembre de 1534). Sin el acto cismático, sin la “missio canonica”, no puede haber cisma en sentido formal. ¿Y cuándo puede haber cisma en sentido virtual? Seguramente no cuando se tiene una separación exterior impuesta por la necesidad: es necesario que haya una efectiva voluntad de cisma todavía no realizada. Y este no ha sido ciertamente el caso de Monseñor Lefebvre, de sus sacerdotes y de los fieles que frecuentan la “Santa Misa de siempre” en los lugares de culto de la Fraternidad. Contra la opinión del P. Murray, sostenemos que es totalmente inexacto hablar respecto de ellos, de cisma en sentido virtual. Faltan de su parte los signos de cualquier voluntad de cisma: la separación no expresa una voluntad de ese tipo sino que es impuesta por el estado de necesidad. No es deseada, pero es sufrida. Es el precio a pagar para poder celebrar una Misa no ambigua (como por el contrario lo es la misa de Pablo VI), seguramente católica, que conserva el rito romano que se remonta a los primeros siglos del Cristianismo, y para poder administrar los sacramentos, como por ejemplo la confirmación, con un rito ciertamente católico. Es el precio que se debe pagar para asistir a esta Misa y poder recibir esos sacramentos. Es el precio a pagar por ser fieles a la Iglesia de siempre. Es una separación de hecho de la Iglesia oficial, provocada por esta última, porque ella impide a los que lo desean el poder celebrar y frecuentar la santa Misa Tridentina sin deber previamente reconocer, contra su conciencia, la “rectitud doctrinal” del rito protestantizado de Pablo VI y porque el ambiente de la sociedad eclesiástica oficial y de los mismos fieles está gravemente corrompido por el modernismo en todas sus diversas formas – teológicas, morales, políticas – al punto de poner en grave peligro la fe del católico que fuera obligado a frecuentarlo (ver §1 del presente trabajo; o “Courrier de Rome”, julio/agosto de 1999). Un católico que considere la salvación de su alma como la cosa más importante para él, y que no puede en consecuencia, tener nada que hacer con los sacerdotes de la jerarquía actual, ni con los laicos que gravitan a su alrededor, siendo su fe corrompida o, en el mejor de los casos, incierta, a ese católico, coaccionado por un estado de necesidad monstruoso que le hace vivir en un régimen tal de separación, ¿deberemos definirlo como un cismático virtual? Si él es cismático virtual, entonces también eran cismáticos virtuales aquellos que se mantuvieron separados de los arrianos cuando éstos estaban en posición dominante en la Iglesia oficial de la época. Se deberá también considerar a San Atanasio como un cismático virtual. Y que esta separación existió, aún en ausencia de un nuevo rito de la Misa, lo prueba la famosa frase que está allí para revelárnosla, y que es también un grito de batalla: “Ellos (los arrianos) tienen las iglesias, nosotros tenemos la fe”. Ningún cisma virtual, pues, para los sacerdotes de la Fraternidad San Pío X y para sus fieles que escuchan sus enseñanzas en sus sermones, los ejercicios espirituales, los catecismos, y que se benefician con su ministerio. Su posición es simplemente la de quien, a causa del estado de necesidad, está constreñido a una momentánea desobediencia legítima. Es, de hecho, una desobediencia legítima desobedecer la orden implícita y explícita de considerar doctrinalmente correcto el Concilio Vaticano II, comportándose en consecuencia; y también desobedecer la orden de frecuentar la misa de Pablo VI, protestantizante, y por consiguiente, no desagradable a los herejes ni aún a los no cristianos. La desobediencia legítima siempre ha sido admitida por los teólogos cuando la autoridad católica legítima ordena hacer cosas contrarias a la fe, o que, de toda forma, ponen en peligro la salvación del alma. Hemos recordado el muy alto punto de vista de Turrecremata. Y que la “separación motivada en las orientaciones de la jerarquía pro tempore”, que están en contradicción con el magisterio de siempre no equivale de ninguna manera “a la separación con la Iglesia” (sino sólo a la separación del error desgraciadamente profesado por la jerarquía pro tempore), ha sido ampliamente repetido e ilustrado en nuestro ya citado artículo “Ni cismáticos ni excomulgados” al cual remitimos. Esta desobediencia es seguidamente concebida por los que están obligados a practicarla, como una desobediencia temporaria, porque es impuesta por el estado de necesidad, que durará tanto como dure la crisis de la Iglesia. Y un día (es de fe: “portæ inferi non prevalebunt”) la crisis terminará, la jerarquía volverá a la sana doctrina, y el estado de necesidad desaparecerá con su deber de desobedecer las órdenes ilegítimas de la autoridad formalmente legítima. (Continuará)

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