OREMOS PARA QUE EL SANTO PADRE CONSAGRE RUSIA AL INMACULADO CORAZÓN DE MARÍA, TAL Y COMO LO PIDIÓ LA SANTÍSIMA VIRGEN EN FÁTIMA

Monseñor Marcel Lefebvre

"... sin ninguna rebelión ni amargura ni resentimiento, proseguiremos nuestra obra a la luz del Magisterio de siempre convencidos de que no podemos rendir mayor servicio a la Iglesia, al Papa y a las generaciones futuras. Y seguiremos rezando para que la Roma actual infestada de modernismo llegue a ser otra vez la Roma Católica..."

Ramiro de Maeztu

"Venid con nosotros, porque aquí, a nuestro lado, está el campo del honor y del sacrificio; nosotros somos la cuesta arriba, y en lo alto de la cuesta está el Calvario, y en lo más alto del Calvario, está la Cruz."

"Vosotros no sabéis por qué me matáis, pero yo sí sé por lo que muero, para que vuestros hijos sean mejores que vosotros"

martes, 10 de mayo de 2011

EL CRISTIANO ANTE LA MUERTE y IX

Muerte de la Reina Isabel la Católica


LA MUERTE ES EL FIN DEL PEREGRINAJE DEL HOMBRE SOBRE LA TIERRA

Esta expresión aparentemente paradójica, nos lleva a nuestra última proposición: la muerte es el fin de nuestro peregrinar terrestre. La muerte es el fin de esta peregrinación en dos sentidos: primero, con la muerte acaba la vida sobre la tierra y, segundo, es la meta final, la finalidad de esta vida. Dijimos más arriba que el hombre ha nacido para morir. Esto significa que toda la vida del hombre acaba en la muerte, y también que toda la vida del hombre mira hacia la muerte como a su consumación y acabamiento final, como a su última coronación y cumplimiento. Una mayor profundización de este hecho proveerá de un resumen de todo lo que hemos dicho más arriba acerca de la muerte.

Ante todo, la vida es un peregrinar, es un camino desde nuestro nacimiento a la eternidad. El hombre sobre la tierra es un viajero; el cristiano sin embargo, no es un viajero sin rumbo, sino una persona que camina hacia la casa: “persuadidos de que mientras moramos en este cuerpo, estamos ausentes del Señor” (2 Cor. 5, 6). La ciudadanía del cristiano está en el cielo (Filp. 3, 20). Su vida toda es un caminar que mira hacia la unión con el amado: “Olvidando lo que ya queda atrás, me lanzo en persecución de lo que tengo delante, corro hacia la meta, hacia el galardón de la soberana vocación de Dios en Cristo Jesús” (Filp. 3, 13-14).

De aquí que el cristiano pueda anhelar legítimamente, como San Pablo, el morir. La muerte es para él el fin de un exilio laborioso de su verdadera casa, de la única morada donde puede encontrar la paz verdadera. Pero el cristiano no desea simplemente el ir a casa, sino el ir a casa estar con Cristo. Su anhelo por el final de la jornada está impulsado por el amor que busca el estar indisolublemente unido con el amado, “deseo morir para estar con Cristo” (Filp. 1, 23).

El que la muerte concluya el camino del hombre sobre la tierra es debido a la naturaleza de la muerte. La muerte, como hemos visto, es la separación del alma y del cuerpo. Señala el fin del tiempo y “el comienzo” de la eternidad. Para quienes quedan detrás, este final les priva de una persona amada, se la arrebata de la serie de encuentros que lleva consigo la vida humana. Por esto es la muerte una partida dolorosa. No obstante, la liturgia recuerda al cristiano, en palabras de San Pablo, que es verdad que nosotros lloramos, pero no como aquellos que no tienen esperanza. Nuestra esperanza cristiana, fundada en Aquel que es la Resurrección y la Vida, enfoca su expectación sobre la muerte, como hacia la meta a la que tiende toda la vida del hombre.

La muerte, además, es el fin de la vida en cuanto que ella es la meta, la culminación, el fin, el cumplimiento de la vida. Para comprender lo que esto significa, tenemos que recordar que la muerte es un acto. No es algo que la persona que muere sufre resignadamente, una fuerza irresistible y ciega a la que inevitablemente debe someterse. Esta visión externa de la muerte /algo completamente externo a la persona que muere) es el aspecto de la muerte del que nosotros, los vivos, somos testigos. La realidad oculta y misteriosa de la muerte es conocida plenamente sólo por la persona que muere. Aquí nuestra razón, iluminada por la fe, puede decirnos algo acerca del misterio que cada uno de nosotros experimentará una sola vez.

Como acto, es el último de la serie de los actos humanos realizados en el curso de la vida. Como último de la serie, él resume la totalidad de todos los actos precedentes. Como acto humano es, como todos los actos humanos, consciente y libre, y consecuentemente de un valor real. Con todo, la muerte difiere radicalmente de todos los actos humanos que le han precedido. Todos los actos de la vida son actos procedentes de la unión del alma y del cuerpo; la muerte es el acto de la disolución de esta unión. Es por esto por lo que la muerte es definitiva e irrevocable. Por esto nosotros rezamos y pedimos ayuda “en la hora de nuestra muerte”.

Siendo el acto humano definitivo, la muerte resume, cumple y consuma todos los anteriores actos humanos de la vida. La muerte no es solamente su terminación; es su consumación. Esto explica la temeraria locura de aquel que lleva una vida de pecado y espera la conversión en su agonía. Siendo el acto final en una serie de actos, la muerte está influenciada por todos los actos precedentes más que ningún otro acto individual de la serie. Esto, con razón, impedirá la necesidad de un temor irracional ante una pérdida definitiva para quien lleva una vida de amante fidelidad a la gracia de Dios.

Finalmente, siendo un acto, la muerte es el definitivo sí o no, al amor de Dios. El ahora, en cuanto que es un acto realmente bueno y santo de nuestra vida es un sí a los requerimientos de amor divino, es, en cierto sentido, una pequeña muerte, la liberación de nuestra alma de “la carne de pecado”. Cada vez que el cristiano responde a la gracia, padece una pequeña muerte a sí mismo para vivir en Cristo. En verdad, cada cristiano puede decir, con San Pablo:

“Por cuya causa somos entregados a la muerte todo el día) (Rom. 8, 36; cf. 1 Cor. 15, 31)

Cuando llegue el momento final, cuando en las secretas profundidades de su alma suene su hora, el cristiano, a semejanza de Cristo, podrá decir, “en tus manos encomiendo mi espíritu”: su sí definitivo al amor infinito de Dios, la consumación de toda una vida de amor fiel y obediente. ¿No será maravilloso el que pueda gritar?:

“¡¡Para mi, vivir es Cristo y morir, ganancia!!”


Colección "Teología para todos" de Stanley B. Marrow S. J.

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